TESTIGOS DE CRISTO

Nuestra deificación mediante el bautismo
San Hipólito

Aquel que se halla presente en todas partes y jamás se ausenta, el que es incomprensible para los ángeles y está lejos de las miradas de los hombres, se acercó al bautismo cuando él quiso. Se abrió el cielo, y vino una voz del cielo que decía: «Éste es mi Hijo amado, mi predilecto».

El amado produce amor, y la luz inmaterial genera una luz inaccesible: Éste es el que se llamó hijo de José, y es mi Unigénito según la esencia divina.

«Este es mi Hijo amado»: el que pasa hambre y alimenta a muchedumbres innumerables; el que se fatiga y rehace las fuerzas de los fatigados; el que no tiene dónde reclinar su cabeza y lo gobierna todo con su mano; el que sufre y remedia todos los sufrimientos; el que es abofeteado y da la libertad al mundo; el que fue traspasado en su costado y sana el costado de Adán.

Mas prestadme mucha atención, porque quiero recurrir a la fuente de la vida y contemplar la fuente de la que brota el remedio.

El Padre de la inmortalidad envió al mundo a su Hijo, Palabra inmortal, el cual vino a los hombres para purificarlos por el agua y el Espíritu: y, queriendo hacerlos renacer a la incorruptibilidad del alma y del cuerpo, inspiró en nosotros el espíritu de vida y nos revistió con una armadura incorruptible.

Por tanto, si el hombre ha sido hecho inmortal, sera también deificado; y, si es deificado por el baño de regeneración del agua y del Espíritu Santo, tenemos por seguro, que después de la resurrección de entre los muertos, será coheredero de Cristo.

Por esto, proclamo a la manera de un herardo: Acudid pueblos todos, al bautismo que nos da la inmortalidad.

De un Sermón en la Santa Teofanía
Liturgía de la Horas, 8 de enero