PALABRA DEL MES

Ultimo llamado a la concordia
— por Enrique Krauze

«Diríase que entre la concordia y la discordia hay la misma distancia que entre la vida y la muerte»
Juan Luis Vives, Concordia y discordia en el linaje humano, 1529

Hace exactamente treinta años, ante la asombrosa noticia del levantamiento indígena en Chiapas, escribí en este mismo espacio (eran los albores de Reforma) un artículo sobre la atmósfera moral sin la cual no sobreviven las sociedades y que en ese momento parecía disiparse. Me refería al cimiento de civilidad expresado en la palabra concordia. Si en enero de 1994 el llamado a recobrarla era urgente, hoy lo es mucho más.

¿Qué significa la concordia? En su libro Del Imperio romano, José Ortega y Gasset abordó el tema a partir de Cicerón, inspirado a su vez en la tradición griega. «Cuando en un Estado –escribe Aristóteles– cada uno de los partidos quiere el poder para sí solo, hay discordia». Si bien no debía «confundirse la concordia con la conformidad de opiniones», la concordia suponía siempre «corazones sanos [...], corazones acordes consigo mismos [...], porque se ocupan, por decirlo así, de las mismas cosas» (Ética a Nicómaco). En un sentido similar, escribe Jenofonte en sus Memorables:

«Por todas partes en Grecia existe la ley de que los ciudadanos juren que se mantendrán en concordia y por todas partes proclaman ese juramento; y creo yo que esto sucede no para que los ciudadanos juzguen a los mismos coros, ni para que alaben a los mismos flautistas, ni para que elijan a los mismos poetas, ni para que se complazcan con las mismas cosas, sino para que obedezcan las leyes».

En 1941, uno de los años más oscuros de la historia moderna, Ortega buscó lecciones de discordia en el mundo antiguo y las encontró en la caída de la república romana vista por Cicerón, uno de sus trágicos protagonistas.

«Es evidente –escribe Ortega– que una sociedad existe gracias al consenso, a la coincidencia de sus miembros en ciertas opiniones últimas. Este consenso o unanimidad en el modo de pensar es lo que Cicerón llama 'concordia' y que, con plena noción de ello, define como 'el mejor y más apretado vínculo de todo Estado'». La imagen del corazón es perfecta. En la concordia, la sociedad perdura. En la discordia, con el corazón dividido, «la sociedad deja en absoluto de serlo: se disocia». El motivo, explica Ortega, no es la lucha de ideas sino la incompatibilidad de creencias «sobre quien debe mandar». Cuando esa creencia fundamental se desvanece sobreviene el reino irracional de las pasiones encontradas, irreconciliables, violentas.

Hoy los mexicanos no tenemos creencias distintas sobre quien debe mandar. Tenemos creencias distintas sobre cómo debe mandar y cuáles son los límites de su mandato.

El presidente manda legítimamente porque llegó por la vía de los votos pero ha ejercido su mandato despóticamente. Ha hostigado de varias formas la libertad de expresión y ha sembrado la mala yerba del resentimiento y el odio no solo en su sermón matinal sino en los libros de texto de las escuelas públicas. Por si fuera poco, ha llevado su mandato a extremos de inconstitucionalidad, violando repetidamente las leyes y acosando a diversas instituciones esenciales para la vida republicana, como el Poder Judicial, el Instituto Nacional Electoral y, en general, los órganos autónomos.

La discordia de enero de 1994 fue un juego de niños frente a la que hoy nos desgarra. El levantamiento zapatista no incendió al país. Relativamente incruento, reivindicó una causa justa y aun puede decirse que contribuyó a acelerar el derrumbe del viejo sistema político y precipitar el cambio democrático.

La discordia de hoy –provocada deliberada y exclusivamente por el gobierno– no solo se ha traducido en un apasionamiento inútil y feroz sino en una espantosa mortandad. Sobran ejemplos. De haber respetado la más elemental concordia, es evidente que las políticas de salud hubiesen sido distintas –debatidas con libertad, instrumentadas con responsabilidad, vigiladas por instancias autónomas– y el país no estaría llorando a cientos de miles de personas que no debieron morir por la negación inicial del COVID, la nula advertencia sobre el uso de cubrebocas, la falta de vacunas y medicinas, la desaparición del Seguro Popular. Algo similar cabe afirmar de la política de seguridad –llamémosla así– contra la violencia.

Esperar concordia del presidente sería ingenuo. En su propio corazón anida la discordia. Esperarla de la contienda electoral y sus protagonistas es cuestión de vida o muerte.

Publicado en Refoma 7.1.2024
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