«Díjoles el ángel: No temáis, os traigo una buena nueva, una gran alegría, que es para todo el pueblo; pues os ha nacido hoy un Salvador, que es el Cristo Señor, en la ciudad de David» (Lc 2,10-11)
En la gran fiesta que celebramos este día se nos enseñan dos lecciones principales: la pequeñez y la alegría. Este es en verdad el día por sobre todos en el que se nos presenta la excelencia celestial y la aceptación a los ojos de Dios de esa condición que es el lote, o puede serlo, de la mayoría de la gente: una vida humilde y oculta, llena de gozo a la vez. [...]
Así pues, en la fiesta de la Natividad tenemos estas dos lecciones: en vez de la ansiedad interior y la desesperanza entorno, en vez de buscar afanosamente grandes cosas, hemos de sentirnos gozosos y estar alegres, y serlo en medio de esas circunstancias oscuras y ordinarias de la vida que el mundo desprecia y se mofa de ellas.
Veamos esto con más detenimiento, tal como se encuentra la graciosa narración de la cual forma parte este pasaje. Ante todo, ¿qué leemos antes de este texto? Que había allí unos pastores que cuidaban su rebaño en la noche, y que los ángeles se les aparecieron. ¿Por qué estos huéspedes celestiales habrían de aparecerse a unos pastores? ¿Qué había en ellos para atraer la atención de los ángeles y del Señor de los ángeles? ¿Acaso estos pastores eran doctos, ilustres o poderosos? ¿Eran particularmente reconocidos por su piedad y sus dotes? Nada se dice que nos lleve a pensar así. [...] Los pastores fueron escogidos por razón de su pequeñez, a fin de ser los primeros en saber del nacimiento del Señor, un secreto que ninguno de los príncipes de este mundo conoció.
Ahora viene la segunda lección, que según dije podemos obtener de esta fiesta. Por su sola aparición a los pastores, el ángel honró a un grupo humilde; luego enseñó que había que estar gozosos por su mensaje. Reveló una buena noticia tan por encima de este mundo como para igualar a lo alto con lo bajo, al rico con el pobre. […]
«No temáis –dijo el ángel– os traigo una buena nueva, una gran alegría, que es para todo el pueblo; pues os ha nacido hoy un Salvador, que es el Cristo Señor, en la ciudad de David». Y luego, cuando acabó de anunciárselo, «al instante se juntó con el ángel una multitud del ejército celestial, que alababa a Dios diciendo: Gloria a Dios en el cielo y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad». Estas fueron las palabras que los espíritus bienaventurados que sirven a Cristo y a sus santos dijeron esa noche dichosa a los pastores, a fin de elevarlos de su estado de ánimo frío y endeble a una gran alegría; para enseñarles que ellos eran objeto del amor de Dios tanto como los grandes personajes de la tierra; qué digo, mucho más que estos, porque a ellos les había comunicado la noticia de lo que estaba sucediendo esa noche. Su Hijo estaba entonces naciendo en este mundo. Estos acontecimientos se comunican a los amigos y a los íntimos, a quienes amamos, a quienes simpatizan con nosotros, no a los extraños. ¿Cómo habría podido el Dios todopoderoso ser más generoso y mostrar su favor de manera más impresionante a los pequeños y a quienes no tienen amigos, sino apresurándose (si vale usar este término) a confiar el gran y gozoso secreto a los pastores que cuidaban sus ovejas en la noche? [...]
San Lucas dice de la bienaventurada Virgen: «Ella dio a luz a su hijo primogénito, le envolvió en pañales y le acostó en un pesebre». ¡Qué signo tan maravilloso para todo el mundo! Por eso, el ángel repitió a los pastores: “Encontraréis un niño envuelto en pañales y recostado en un pesebre”. El Dios de cielos y tierra, la Palabra Divina que ha estado en la gloria con el Padre Eterno desde el comienzo, en estos tiempos ha nacido en este mundo de pecado como un niño. Él, que ahora descansa en brazos de su madre, a todas luces desvalido e impotente, fue envuelto en pañales por María y reposa en un pesebre. El Hijo del Dios Altísimo, que creó los mundos, se hizo carne, aunque permaneció como era antes. Se hizo carne tan verdaderamente como si hubiese dejado de ser lo que era, y como si en verdad hubiese sido transformado en carne. Se rebajó a ser el fruto de María, para ser tomado en manos de una mortal, tener los ojos de una madre fijos en Él y ser acariciado en el regazo de una madre. Una hija de los hombres se convirtió en Madre de Dios –¡en ella esto es en verdad un don inefable de la gracia, en Él qué condescendencia! ¡Qué vaciamiento de su gloria para hacerse hombre! […]
Llevad estos pensamientos, hermanos, a vuestras casas en este día de fiesta; dejad que permanezcan con vosotros en vuestras reuniones familiares y sociales. Este es un día de gozo: es bueno sentirse gozosos, no es bueno sentirse de otra manera. Al menos por un día hagamos a un lado el peso de nuestras conciencias manchadas, y alegrémonos en las perfecciones de Cristo nuestro Salvador, sin pensar en nosotros mismos, sin fijarnos en nuestra miserable impureza; antes bien, contemplemos su gloria, su santidad, su pureza, su majestad, su amor desbordante. Alegrémonos en el Señor y en todas sus criaturas que lo contemplan. Gocemos de su munificencia actual, y compartamos las cosas placenteras de esta tierra con Él en nuestros pensamientos; alegrémonos en nuestros amigos por causa suya, amándolos de manera más especial aún puesto que Él los ha amado. [Traducción FQ]
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