La corrupción afecta al cuerpo y al alma. Hay cuerpos corruptos y almas corruptas. Al mentarla, uno no se refiere únicamente al desagradable estado de un cuerpo putrefacto, sino también a la degeneración y descomposición del alma. Sí, ya sé que resulta repugnante, e incluso de mal gusto, hablar de este feo estado del cuerpo, pero también ‒y quizá con mayor razón‒ debiera resultar tan repulsivo o más hablar u oír hablar de almas corruptas.
Hoy, el tema de la corrupción corre de boca en boca. Claro que estas conversaciones no se refieren a la corrupción del cuerpo ‒que, en general, se evitan por temor y pudor‒, sino que aluden a la corrupción del alma. Si traigo este tema a colación, no es porque esté de moda. Si ese fuera el motivo, pecaría rotundamente de estúpida frivolidad. Escribo de ella porque ‒a juicio del Papa Juan Pablo II y de tantas otras gentes de a pie‒ es una "lacra" que nos hace daño a todos, aunque, como siempre ocurre, a unos más que a otros.
Como remota aproximación a qué sea la corrupción, recurro al "Diccionario ideológico de la lengua española". La describe como "alterar la forma de alguna cosa. Echar a perder, pudrir". O también: "Sobornar. Pervertir, estragar, viciar, impurificar. Molestar, fastidiar. Oler mal, heder". La corrupción a la que me refiero es verdaderamente una grave alteración del vivo y sano tejido social, hasta el punto que lo mata y descompone, lo echa a perder, se pudre y, lógicamente, es natural, huele mal. Hay gentes bienintencionadas ‒también las hay de las otras‒ que tienen un fino olfato para descubrirlas. La corrupción es una grave enfermedad de las almas injustas, desaprensivas, codiciosas, tramposas, que buscan la "ventajita" en desventaja de otros que, casi siempre suelen ser los perdedores de siempre, los más pobres.
Juan Pablo II, decía de la corrupción: "Se trata de una situación que favorece la impunidad y el enriquecimiento ilícito, la falta de confianza con respecto a las instituciones públicas, sobre todo en la administración de la justicia y en la inversión pública, no siempre clara, igual y eficaz para todos. [...] La lacra de la corrupción ha de ser denunciada y combatida con valentía por quienes detentan la autoridad y con la colaboración generosa de todos los ciudadanos, sostenidos por una fuerte conciencia moral. Los adecuados organismos del control y la trasparencia de las transacciones económicas previenen ulteriormente y evitan en muchos casos que se extienda la corrupción, cuyas consecuencias nefastas recaen principalmente sobre los más pobres y desvalidos. Son, además, los pobres los primeros en sufrir los retrasos, la ineficiencia, la ausencia de una defensa adecuada y las carencias estructurales, cuando la administración de la justicia es corrupta".
El desafío es cómo atajar la corrupción. Quizá ayude a resolverlo la sabiduría de aquel refrán popular que aconseja que "más vale prevenir que curar". En él incluida una propuesta de dos métodos precisos. El primero ‒prevenir‒ que es el más certero. Se trata de la medicina preventiva; es decir, del laborioso, atento, largo y sufrido ejercicio de educar las almas en los valores éticos y morales.
Pero, cuando no se llega a tiempo en la prevención, no queda más remedio que curar. Cuando la corrupción llega a mayores y se hace pública, y huele mal, y es corrosiva y contagiosa, entonces pasa a las instancias jurídicas. Es la hora de curar, de la cuidadosa y rigurosa cirugía para extirpar los tumores de corrupción. Se precisa entonces una buena labor pericial, inteligente y justa, y además, buen tino con el bisturí.
Pero, insisto: más vale prevenir que curar. Es un refrán lleno de sensatez. A mi juicio, estamos en una situación que requiere de todos ambos cuidados del alma. Todos estamos comprometidos en ello.
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Marzo 2013
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