Pude haber vivido en tiempos de Constantino
trescientos años después de la muerte del Salvador,
de quien se sabía apenas que había resucitado
como un Mitra solar entre los legionarios romanos.
Habría sido testigo de la disputa entre homoousios y homoiousios,
de si la naturaleza de Cristo es divina o sólo se asemeja a la divinidad.
Probablemente hubiese votado contra los trinitarios,
pues ¿quién podrá jamás conocer la naturaleza del Creador?
Constantino, Emperador del mundo, fatuo y asesino,
inclinó la balanza en el Concilio de Nicea,
a fin de que, generación tras generación, meditáramos en la Santa Trinidad,
el Misterio de los misterios, sin el cual la sangre del hombre
hubiese sido ajena a la sangre del universo;
y el derramar su propia sangre un Dios que sufre y se ofreció
en sacrificio mientras seguía creando el mundo, hubiera sido en vano.
¿Fue acaso Constantino solo un instrumento indigno,
inconsciente de lo que hacía para gente de tiempos lejanos?
Y nosotros ¿sabemos lo que estamos destinados a ser?
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Al morir su padre el año 306, fue proclamado augusto, uno de los tetrarcas del imperio. Veinte años le tomó hacerse del poder absoluto. En 324 venció a su cuñado Licinio, y luego mandó asesinarlo, igual que a su hijo Crispo y a su segunda esposa Fausta. Su afán era pacificar el imperio bajo su dominio. Constantino fue bautizado antes de morir el año 337.
Pese al último intento de Diocleciano por proscribirlo, el cristianismo se había difundido en el imperio pero había en su seno disensiones. En Alejandría, un sacerdote, Arrio, afirmaba que Jesús no podía ser divino como el Padre, sino que era una criatura engendrada antes que todo, pero criatura al fin. A ello se oponía el obispo Alejandro. Constantino quiso mediar, envío a Alejandría al obispo Osio de Córdoba, su asesor en asuntos religiosos, pero su gestión fue infructuosa.
El emperador convocó, entonces, un concilio en su palacio de verano en Nicea el año 325. Acudieron unos 300 obispos. Se discutió si Jesucristo era divino como el Padre o si era solo semejante a la divinidad, si el Logos hecho carne era increado o creado. El punto se centró en una palabra griega ajena al lenguaje bíblico tradicional: homoousios, que significa consubstancial, de igual naturaleza. Otra palabra que se pretendió usar era diferente por solo una iota: homoiousios, que significa de naturaleza semejante. Se buscaba dejar claro si Jesucristo es igual en divinidad al Padre o si solo es semejante a él.
Con tal de conseguir la unidad del imperio, Constantino apoyó la posición mayoritaria, que fue la adopción del término homoousios. Así quedó plasmado en el Credo de Nicea que se recita en las misas dominicales: “Creemos en un solo Señor Jesucristo, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado no creado, consubstancial al Padre”.
¿Qué decir de esto? Si el Credo de Nicea parece haber surgido de un juego de palabras, si estuvo sujeto a los vaivenes de la política, ¿tiene algún sentido profesar la fe de Nicea?
El admirable poema de Czesław Miłosz está embebido en las vicisitudes históricas y las disputas nominales de Nicea: Constantino, fatuo y asesino, inclinó la balanza a favor del término homoousios. ¿Fue un simple juego político, una disputa sobre vocablos vacíos de significado? Probablemente nosotros diríamos que sí: los asuntos religiosos están embebidos en la política. Y de la divinidad, como quiera que exista, diríamos que es imposible saber nada.
Pero en el meollo del poema hay otras cuestiones: si la naturaleza de Cristo es divina o semejante a la divinidad; si la sangre humana es o no ajena a la sangre del Creador de universo; si la historia es un teatro de robots inconscientes; si sabemos lo que estamos destinados a ser...
Estaba en juego el destino humano, Atanasio de Alejandría, protagonista en Nicea, tenía una respuesta: “El hombre no hubiera podido ser divinizado, si el Hijo no fuera verdaderamente Dios. Y nosotros no hubiéramos podido ser liberados del pecado, si la carne revestida del Logos no hubiera sido por naturaleza una verdadera carne humana. La unión se realizó de este modo para que la naturaleza divina se uniese a la naturaleza humana y así quedara asegurada para el hombre la salvación y la deificación” (Contra Arrianos 2, 70).
En el poema de Miłosz late esta fe: meditar generación tras generación en la Santa Trinidad, confesar que el destino humano termina en Dios: seremos divinizados porque el Hijo de Dios, Logos divino, se humanizó en nuestra historia.
Entre 1512 y 1516 Matthias Grünewald pintó el Retablo de Isenheim del monasterio de los antonianos que cuidaban de la gente afectada por el fuego de San Antón, el ergotismo, que provoca alucinaciones, convulsiones, úlceras, necrosis, gangrena. El retablo de nueve paneles cuando está cerrado en los días ordinarios presenta a Cristo crucificado con gestos de extremo sufrimiento, acompañado por su Madre, Juan, María Magdalena y Juan Bautista. Esta Crucifixión es la representación plástica de la sangre humana que no es ajena a la sangre del Creador del universo: el Logos Creador en la carne de los más pobres entre los pobres, los que padecían el fuego de San Antón y se acercaban a contemplar a Cristo en cruz.
En los días de fiesta el retablo se abría para dejar ver la imagen fulgurante de Cristo resucitado, con su cuerpo rejuvenecido, limpio de llagas pero con las cicatrices radiantes de su tormento en la cruz: es la representación de un cuerpo divinizado.
El Misterio de los misterios, la Santa Trinidad, que es nuestro destino, se nos ha revelado en el Misterio de la muerte y resurrección de Cristo. Por su muerte, el Logos Creador hace suya nuestra sangre. Por su resurrección, nuestra carne y nuestra sangre son transformadas en humanidad deificada, sangre del Logos Creador del universo. [F. Q.]
* Czesław Miłosz (1911-2004) Premio Nobel de Literatura 1980.
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Marzo 2013
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