PALABRA DEL MES

Mistagogía en la Basílica de Nuestra Señora de Guadalupe
por Francisco Quijano

Una de las propuestas (n. 16) que el sínodo de los obispos presentó al papa para la elaboración del documento conclusivo se refiere al carácter mistagógico de la liturgia.

La celebración de los sacramentos es una mistagogía, es decir, una iniciación viva, realizada mediante acciones simbólicas, que nos sumerge en el insondable misterio de Dios.

En los primeros siglos del cristianismo esta era la perspectiva de las celebraciones sacramentales, como ocurre en las catequesis mistagógicas que se impartían a los recién bautizados, las de Cirilo de Jerusalén, Teodoro de Mopsuestia, Ambrosio... o esta fantástica de altos vuelos retóricos de Juan Crisóstomo:

Los judíos pudieron contemplar milagros. Tú los verás también, y más grandes todavía, más fulgurantes que cuando los judíos salieron de Egipto. No viste al Faraón ahogado con sus ejércitos, pero has visto al demonio sumergido con los suyos. Los judíos traspasaron el mar, tú has traspasado la muerte. Ellos se liberaron de los egipcios, tú te has visto libre del maligno. Ellos abandonaron la esclavitud de un bárbaro, tú la del pecado, mucho más penosa todavía.

¿Quieres conocer de otra manera cómo has sido tú precisamente el honrado con mayores favores? Los judíos no pudieron entonces mirar de frente el rostro glorificado de Moisés, siendo así que no era más que un hombre al servicio del mismo Señor que ellos. Tú en cambio has visto el rostro de Cristo en su gloria. Y Pablo exclama: «Nosotros contemplamos a cara descubierta la gloria del Señor».


La mistagogía nos introduce en el inefable misterio de Dios mediante el lenguaje de los signos y la belleza de las acciones simbólicas. Más aún, las ceremonias litúrgicas son acciones en las que todo el mundo participa como actor. Actores en el sentido en que lo son quienes actúan en un drama, actores teatrales. Actores sobre todo en el sentido en que la acción sacramental es obra de Dios y nuestra, somos agentes al consuno con Él de una historia de salvación que se actualiza de simbólicamente en la liturgia.

Esto viene a cuento porque hace una semana fui a la Basílica de Nuestra Señora de Guadalupe en el Tepeyac. Era un miércoles ordinario, no había peregrinaciones multitudinarias, apenas una de 150 personas que trabajaban en una pequeña línea de microbuses de la vecina ciudad Netzahualcóyotl. Pero en el recinto con cabida para diez mil personas había tal vez unas mil quinientas o dos mil.

Participé como simple fiel en la misa de 11 de la mañana. Me sorprendió gratamente la fineza, el respeto, la atención, la devoción de la gente. Había advertido esto en otras ocasiones. Resulta sorprendente, porque este santuario tiene la característica de ser cabalmente popular –populachero, bullanguero, alborotado, como en las peregrinaciones multitudinarias de San Pueblo–.

En la misa no hubo nada fuera de lo ordinario –lo ordinario de la misa, por supuesto–. Nada de aspavientos, ocurrencias, puntadas, desplantes de quien preside para hacer sentir que es él quien preside. Sólo hubo buena acogida a la gente que peregrina a los pies de la Guadalupana, sentido de comunión entre todos los asistentes, lecturas muy nítidas, ritmo cadencioso en la celebración, prosodia limpia, predicación acaso un poco extensa, comunicación del sentido del misterio, música y cantos simples (Desde el cielo una hermosa mañana / la Guadalupana, la Guadalupana bajó al Tepeyac).

Con los recursos ordinarios de la liturgia, bien armonizados, se pudo vivir una celebración gustosa en la que participó una buena cantidad de fieles. Lo cual, para su desgracia, no siempre ocurre. Con razón, el sínodo comienza por proponer una verdad de perogrullo: la mejor catequesis sobre la eucaristía es la misma eucaristía bien celebrada.

Es curioso. Vivimos en una cultura de la imagen y de la música, de los espectáculos y del manejo técnico del sonido. Se habla a menudo de aprovechar estos medios para comunicar la fe… Y luego resulta que nuestras celebraciones no propician una participación gustosa, antes bien se padecen como si fueran una mala grabación operada por un DJ improvisado.

Sería de desear una revisión del simbolismo y, sobre todo, de muchos textos antiguos de la tradición litúrgica por venerables que sean. Pero esto no es pretexto para rehuir el esfuerzo por tener celebraciones significativas que no dependan del humor de quien preside. Habría que comenzar por sacarle toda la sustancia a la tradición de símbolos, textos y acciones con la que ahora contamos.

Fue gustoso participar como fiel en una eucaristía en la Basílica de Guadalupe, en la cual quien presidía no actuó como dueño del simbolismo ni abusó de la paciencia de la feligresía.


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Febrero 2013