Las lecturas de la Misa de Nochebuena abren con un gran poema del primer Isaías (9, 1-6) por la década del 730 aC, en tiempos del apogeo del imperio asirio, a escasos años de la conquista de Samaría, capital del reino de Israel.
El poema-oráculo se despliega en tres tiempos. Ante la invasión asiria inminente, el anuncio de una liberación con la imagen de la luz que brilla en las tinieblas y el gozo exultante de la cosecha y la victoria.
Un segundo grupo de imágenes evocan la guerra, la conquista, la violencia, el dominio, la opresión, todo lo cual queda reducido a nada, consumido por el fuego.
En tercer lugar tenemos el contraste del nacimiento de una criatura que, en su pequeñez e indefensión, es portadora de una esperanza indefectible.
El poema recoge un momento de la historia siete siglos antes del nacimiento de Jesús en imágenes perdurables. La paradoja es notable: la esperanza de una liberación y un porvenir de paz no se cumplirá por medio de una guerra contra el conquistador asirio. Eso no sucedió entonces. Tampoco ha sucedido después. Alcanzar la paz por medio de la guerra no es una opción viable, por más que las potencias mundiales, los gobiernos y los pueblos a lo largo de la historia han tenido que enfrascarse en guerras y luchas de liberación contra opresores internos o conquistadores de fuera. En un sentido, el oráculo de Isaías nunca se ha cumplido.
¿Qué podemos esperar de la visión evocada por este oráculo? En nuestra historia marcada por acontecimientos cuyos protagonistas suelen ser los poderosos, se perfila también otra historia cuyos protagonistas son los que no valen en términos de poder humano. Así es como esta profecía se ha venido cumpliendo en varios sentidos.
El niño anunciado por Isaías en este oráculo era el hijo del rey Ajaz, Ezequías que lo sucedió en trono del reino de Judá. No fue el rey ideal de los oráculos del profeta, pero intentó con todo gobernar a su pueblo en la paz y la justicia.
En un sentido latente en el oráculo, la tradición cristiana reconoció desde el comienzo que Jesús de Nazaret es el rey anunciado en la profecía. Un rey que cumple la esperanza de paz para la humanidad de la manera paradójica anunciada por Isaías: en virtud de su desvalimiento, indefensión y muerte.
La esperanza que Jesús nos ofrece no es equiparable a las ilusiones que forjamos acerca de una mejor vida en la tierra ni de una humanidad liberada de la violencia. La esperanza cristiana es esperanza a contrapelo de las ilusiones humanas.
Fray Albert Nolan, dominico sudafricano, recibió hace unos años el grado de maestro en sagrada teología, que la Orden de Predicadores concede a quienes destacan por su obra teológica. Con motivo de ese reconocimiento, dictó una lección magistral cuyo título es: “La esperanza en un tiempo de desesperanza”. Hizo ver que el paso de la esperanza al desaliento, que parece ser el ánimo dominante en el mundo de hoy, no es un desastre sino una oportunidad de crecer en la esperanza genuinamente cristiana.
Esta esperanza se funda en “nuestra fe en el Dios débil y que sufre, que está entre las víctimas y los que sufren, Dios omnipotente que se revela no con el poder de la fuerza o la coacción, sino con el poder de la compasión y del amor”.
Justamente lo que celebramos en Navidad: un Niño que nace en medio de las violencias de nuestro mundo.
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Diciembre 2012
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