Cuando venga, ay yo no sé,
con qué le envolveré yo,
con qué.
Ay, dímelo tú, la luna,
cuando en tus brazos de hechizo
tomas al roble macizo
y le acunas en tu cuna.
Dímelo, que no lo sé,
con qué le tocaré yo,
con qué.
Ay, dímelo tú, la brisa
que con tus besos tan leves
la hoja más alta remueves,
peinas la pluma más lisa.
Dímelo y no lo diré,
con qué le besaré yo,
con qué.
Y ahora que me acordaba,
Ángel del Señor, de ti,
dímelo, pues recibí
tu mensaje: "He aquí la esclava".
Sí, dímelo, por tu fe,
con qué le abrazaré yo,
con qué.
O dímelo tú, si no,
si es que lo sabes, José,
y yo te obedeceré,
que soy una niña yo,
con qué manos le tendré
que no se me rompa, no,
con qué.
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Para esperar la Navidad
Hay regalos con los que uno no sabe qué hacer: parece que no tenemos manos para recibirlos. Hay elogios que lo llenan a uno de rubor: no sabemos dónde meternos. Hay personas frente a las cuales uno no sabe quién es: olvidamos nuestros nombres.
La timidez y el pudor quizá explican en parte esta turbación que nos deja desarmados. Pero hay siempre una circunstancia en la que jamás podremos dominar sentimientos más o menos manejables de indignidad: el don de otra persona. Ese don nos supera siempre: frente a otra persona que se entrega totalmente nos sentimos desnudos. La "condición de sencillez absoluta" de que habla T.S. Eliot en Cuatro Cuartetos: Little Gidding no es de hecho la nuestra, aunque sí lo sea en nuestro origen.
Así es la entrega original de dos personas tal como la presenta simbólicamente el libro del Génesis: "Ésta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne". Admiración y aceptación a la que difícilmente accedemos cuando vivimos una historia de egoísmo que llevamos a cuestas.
Una mujer no se halla en esta situación: ella es la condición de sencillez absoluta. Ella la vive sin arrogancia, sabe que es un don: “Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo”. Y como una niña gozosa ―en los niños hay un reflejo de esa condición de sencillez absoluta― levita y danza en el ámbito del Espíritu que es la fuente de la felicidad, tal cómo la presenta Alfredo Castañeda en el cuadro de La Anunciación.
Dialoga también con la luna y con la brisa, con el ángel y con José; juega y canta por el don de una Persona que la sobrepasa infinitamente, desbordante del Gozo de Dios que llamamos Espíritu Santo, tal como aparece en la Letrilla de la Virgen María esperando la Navidad de Gerardo Diego. [F. Q.]
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Diciembre 2012
en-RED-ados
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