TESTIGOS DE CRISTO

Presencia y obra del Espíritu Santo en nosotros
― San Basilio Magno (330-379)

¿Quién, habiendo oído los nombres que se dan al Espíritu, no siente levantado su ánimo y no eleva su pensamiento hacia la naturaleza divina? Ya que es llamado Espíritu de Dios y Espíritu de verdad que procede del Padre; Espíritu firme, Espíritu generoso, Espíritu Santo son sus apelativos propios y peculiares.

Hacia él dirigen su mirada todos los que sienten necesidad de santificación; hacia él tiende el deseo de todos los que llevan una vida virtuosa, y su soplo es para ellos a manera de riego que los ayuda en la consecución de su fin propio y natural.

Fuente de santidad, luz de nuestra inteligencia, él es quien da, de sí mismo, una especie de claridad a nuestra razón natural, para que conozca la verdad.

Inaccesible por su naturaleza, se hace accesible por su bondad; todo lo llena con su poder, pero se comunica solamente a los que son dignos, y no a todos en la misma medida, sino que distribuye sus dones a proporción de la fe de cada uno.

Simple en su naturaleza, diverso en sus dones, está presente todo él en cada uno, sin dejar de estar todo él en todas partes. De tal manera se divide, que en nada queda disminuido; todos participan en él, aunque él permanece íntacto, a la manera del rayo de sol, del que cada uno se beneficia como si fuera para él solo y, con todo, ilumina la tierra y el mar y se mezcla con el arie.

Así también el Espíritu Santo está presente en cada uno de los que son capaces de recibirlo, como si estuviera en él solo, infundiendo a todos la totalidad de la gracia que necesitan. Gozan de su posesión todos los que participan de él, en la medida en que lo permite la disposición de cada uno,  pero no en la medida del poder del mismo Espíritu.

Por él, los corazones son elevados hacia lo alto, los débiles son llevados de la mano, los que ya van progresando llegan a la perfección; iluminando a los que están limpios de toda mancha, los hace espirituales por la comunión con él.

Y, del mismo modo que cuerpos límpidos y transparentes, cuando les da un rayo de luz, se vuelven brillantes en gran manera y despiden un nuevo fulgor, así las almas portadoras del Espíritu Santo y por él iluminadas se hacen ellas también espirituales e irradian a los demás su gracia.

Del Espíritu procede el conocimiento de las cosas futuras, la inteligencia de los misterios, la comprensión de las cosas ocultas, la distribución de los dones, el trato celestial, la unión con los coros angélicos; de él deriva el gozo que no termina, la perseverancia en Dios, la semejanza con Dios y, lo más sublime que imaginarse pueda, nuestra propia deificación.

Liturgia de las Horas: Lectura del Martes de la Semana VII de Pascua