La fe es la garantía de lo que se espera, la prueba de lo que no se ve. Por ella nuestros antepasados fueron considerados dignos de aprobación. Por la fe comprendemos que el mundo fue formado por la Palabra de Dios, lo visible a partir de lo invisible. Por la fe Abel ofreció a Dios un sacrificio mejor que el de Caín, por ella lo declararon justo y Dios aprobó sus dones; por ella, aunque muerto, sigue hablando… Quien se acerca a Dios ha de creer que existe y que recompensa a los que lo buscan. (Carta a los Hebreos 11, 1-4.6)
Tú no podrás orar si no crees que él existe, y que es tu Señor. Y si tú crees que es tu Señor, puedes orar siempre porque sabes bien que él escucha necesariamente la voz de tu vida, que abriga para ti designios de paz y no de aflicción, y que tú tienes que mantenerte firme hasta que llegue el tiempo oportuno.
«Quien se acerca a Dios debe creer que Él Existe». Si no fuese así, ¿a qué sombra se acercaría? Pero este creer no es una aventura banal del espíritu. Hay que abandonar la seguridad de las cosas de este mundo en aras de la inasible Causa del mundo. Desasirse de todos los seres que tienen un nombre en aras de Aquel cuyo nombre nadie puede pronunciar. Y sin embargo no hay que dejar de apoyarse en todas las cosas sin mirarlas, y de procurar el reino de los seres que tienen un nombre sin detenerse en él, porque, desvinculado de todo lo que yo sé que existe, no puedo distinguir entre un fantasma de mi imaginación y una epifanía del Dios vivo, entre los delirios de mi cerebro y el testimonio que Dios da de sí mismo.
Soy como quien va al encuentro de otra persona, sin saber bien a bien si ha entrevisto un rostro vuelto hacia él, si ha realmente escuchado una voz que le llamaba. Avanza titubeando hacia el lugar donde se encendió la llama y donde habló la voz. Se aferra firmemente a los objetos de su entorno que han hecho sus pruebas y que le son familiares. El contacto con ellos le da valor, los acaricia, se agarra a ellos, pero sin mirarlos, pasando de una cosa a otra, avanzando siempre, con los ojos fijos en el Desconocido.
¡Oh Tú que Existes! Disfruto el sabor de la atestación solemne y jubilosa que me es dada en el acto mismo por el cual creo en Ti. Sí, Tú Existes, y en este instante te reconozco como mi Señor.
* Albert-Marie Besnard (1926-1978), dominico francés, dedicó su vida a reflexionar sobre la experiencia de fe y publicó varias obras y ensayos sobre el tema; fue director de la revista La vie spirituelle. Lo que dice en sus escritos sobre la oración lo practicó en su vida. Este fragmento está tomado de un pequeño libro: Propos intempestifs sur la prière. Paris: Cerf, 1978, pp. 29-39. Traducción de Francisco Quijano.
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Noviembre 2012
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