Abraham, patriarca orante. La historia de Abraham comienza con el llamado que Yahvé le hace: «El Señor le dijo a Abram: Deja tu tierra, tus parientes y la casa de tu padre, y vete a la tierra que te mostraré. Haré de ti una nación grande, y te bendeciré; haré famoso tu nombre, y serás una bendición» (Gn 12,1-2). Abram parte de inmediato. Lleva consigo a su mujer, sus parientes, sus bienes, pero deja a su padre. Comienza su peregrinar hacia tierra desconocida, su marcha de fe, sostenida por la promesa de Dios.
Levanta altares, encuentra a Dios en su ruta nómada. En cada encuentro con el Señor, Abram erige una estela memorial. «Abram atravesó toda esa región hasta llegar a Siquén, donde se encuentra la encina sagrada de Moré. En ese lugar el Señor se le apareció a Abram y le dijo: Yo le daré esta tierra a tu descendencia. Entonces Abram erigió un altar al Señor, porque se le había aparecido». (Gn 12, 6-7). Hizo lo mismo junto al encinar de Mamré (Gn 13,18) y en el monte donde el Señor Provee (Gn22, 5.9).
Abraham no tiene prisas, se detiene, ora, bendice, agradece, adora… Las piedras, la encina, el mundo son templo, lugar sagrado de Presencia. Él está en todas partes y con Él siempre es posible dialogar. También nosotros necesitamos estar atentos, detenernos, darnos espacios de reconocimiento y adoración.
Entra en la promesa. Dios repite en diversas ocasiones la promesa que ha hecho a Abram y sobre esta se apoya él. «Desde el lugar donde estás, mira bien al norte y al sur, al este y al oeste; yo te daré toda la tierra que ves, y para siempre será tuya y de tus descendientes. Yo haré que estos sean tantos como el polvo de la tierra. Así como no es posible contar los granitos de polvo, tampoco será posible contar tus descendientes» (Gn 13, 14-17).
La promesa repetida con insistencia produce en Abraham una confianza inquebrantable que lo conduce a una relación de intimidad profunda con el Dios. Esta confianza le hace capaz de «esperar contra toda esperanza» (Rom 4,18), confiar cuando todo parece contradecir el cumplimiento de la promesa.
En la noche, Abraham se vuelve hacia su Guía. Es de noche por eso puede mirar y contar estrellas; es de noche en el exterior, y en su interior la noche es aún más oscura. Abraham se lamenta, habla con Dios de sus angustias íntimas, de sus tristezas y dolores. Se siente solo, viejo, cansado del caminar incierto.
«Señor mío, ¿de qué me sirven tus dones si, como tú bien sabes, no tengo hijos? El Señor le contestó: Tu heredero va a ser tu propio hijo, y no un extraño. Entonces el Señor llevó fuera a Abram y le dijo: Mira bien el cielo y cuenta las estrellas, si es que puedes contarlas. Pues así será el número de tus descendientes» (Gn 15 3-7 ).
Lamentarse, preguntar, llorar son modos de oración que acompañan la vida del creyente. Estamos invitados a mirar las estrellas, a mirar hacia arriba. Yahvé responde insistiendo en la promesa.
Abraham intercede. Dios revela a este patriarca amigo su proyecto de destruir las ciudades de Sodoma y Gomorra en vista de su pecado. El padre de la fe ve el doble prisma de esta terrible amenaza, el pueblo y Dios mismo. Quiere defender su tierra y su gente. Quiere defender el nombre de Dios. Hace preguntas, interroga al Señor, se hace mediador, insiste: «Vas a destruir a los inocentes junto con los culpables?» (Gn 18, 20 ss). Delante de Dios discute, pide, no se queda tranquilo. El Patriarca conoce al Señor, tiene la experiencia de su amor misericordioso. Un verdadero orante penetra en el corazón de su Señor y está abierto a las realidades del mundo y de las personas con sus problemas, dolores, angustias, males.
Abraham avanza despojándose. Dios invita a Abraham a avanzar en la senda del despojo. Deja su tierra y camina hacia un lugar incierto. El Arameo ha salido con su sobrino Lot de quien amistosamente tiene que separarse, aun si va a acudir en su ayuda en diversas ocasiones, intercediendo a Dios por él y su familia cuando la destrucción de las ciudades de Sodoma y Gomorra. Abraham debe desprenderse de la posesión que ha tejido con su mujer: “Saray, Mi Princesa” se llamará simplemente “Sara, Princesa” (Gn 17, 15). Ha de cambiar la manera de poseer a su hijo (Gn 22, 8) a quien recupera (Gn, 22, 1-19).
El sendero de la vida del orante está jalonado de despojos; sin esta condición no es posible encontrarse con el Dios y Padre de Nuestro Señor Jesucristo. Como lo hizo Jesús quien tomó la condición de esclavo, rebajándose hasta la muerte y una muerte de cruz. (Flp 2, 6-7).
Al leer estas páginas del libro de los Orígenes, el creyente se prosterna ante su Dios y, abierto a la experiencia del llamado y la respuesta, se compromete con los hermanos más necesitados de intercesión y de servicio.
El Dios de Israel, el Dios de Abraham, el Dios de nuestros padres en la fe anima el encuentro de amistad con quien sabemos nos ama. ¡Señor, enséñanos a orar!
⦁ Dos pintores holandeses, Rembrandt (1606-1669) y Aert de Gelder (1645-1727): Abraham y los tres ángeles
Noviembre 2017
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