PALABRA DEL MES

Muros y fronteras
— por Jesús García Álvarez OP

Empieza el año 2017 con la amenaza de un muro en la frontera de Estados Unidos y México. Sin embargo, esto no es nada nuevo. Hay ya muchos muros en esa frontera y los hay en otras muchas fronteras en el mundo. La caída del muro de Berlín en 1989 es un recuerdo ya muy lejano. Queda el muro de Irlanda del Norte que separa a católicos y protestantes; sigue en pie el muro de Cisjordania entre judíos y palestinos; se construyó el muro entre Arabia Saudita e Irak, y se siguen construyendo muros actualmente en Austria y Hungría para impedir la entrada de refugiados que huyen del hambre y de la guerra de sus países. Todavía no hace mucho que se empezaron a construir también muros alrededor de las favelas de Brasil o de las colonias ricas de las grandes ciudades. La lista de muros es muy larga, y todo hace suponer que irá creciendo en los próximos años.

En realidad, los muros son casi tan antiguos como la misma humanidad. La Biblia nos habla ya de un muro de querubines con espadas de fuego defendiendo el paraíso del que habían sido expulsados los primeros padres a causa de su pecado (cf. Gn., 3, 42). Nos recuerda también la dispersión de los que querían construir una torre que llegara al cielo para defenderse de posibles diluvios; su orgullo fue castigado con la confusión de las lenguas. Así la lengua se convirtió en un muro que dividió a la humanidad (Gn., 11, 8).

Hace muy pocos años se creía que la globalización destruiría los muros y las fronteras. Las murallas de Jericó se derrumbaron cuando los israelitas dieron vueltas a la ciudad tocando las trompetas. Hoy ni siquiera hace falta tocar trompetas para que caigan las fronteras: en un instante los capitales viajan de un extremo a otro del mundo en busca de paraísos fiscales o mano de obra barata, las noticias bajan de los satélites de comunicaciones, las modas se imponen sin distinción de lenguas o culturas, los precios dependen del mercado internacional y las políticas ya no se dictan en los parlamentos o las cámaras sino en centros lejanos sin nombre y sin rostro con los que se les pueda identificar. Los Estados tienen que renunciar a parte de su soberanía si no quieren aislarse y morir. Parecía que la tierra tendría una conciencia colectiva suspendida en el cielo de las naciones, esperando que éstas desaparezcan y se llegue a la aldea global.

Entonces, ¿para qué esos muros con los que se amenaza? Tendrían que elevarse hasta el cielo de los satélites y llegar hasta las profundidades de la tierra donde no fueran posibles los túneles de las nuevas tecnologías que conocen tan bien los narcotraficantes. Tendrían que desaparecer las lenguas y la organización mundial de la economía. Desaparecería también la nueva conciencia trasnacional de derechos humanos, de peligros ecológicos, de progreso sin límites…

Algunos autores hablan ya de la desaparición de la globalización o de la existencia de ciclos en que la globalización se debilita. En realidad la aldea global ya se ha dividido. Hay aldea de arriba y de abajo, del Norte y del Sur, de pueblos ricos y de pueblos pobres, de Estados desarrollados y de Estados emergentes. El mundo globalizado está lleno de contradicciones: se habla de capital mundial, pero sigue la pobreza; se cuentan con orgullo los medios modernos de comunicación, pero hay más aislamiento de las personas; se constata el avance de las nuevas culturas, pero aparecen fundamentalismos por todas partes.

¿Qué hacer frente a esas contradicciones? La Biblia nos habla de otro mundo mejor globalizado, sin muros ni fronteras; un mundo nuevo y una tierra nueva. «He aquí –dice el Señor– que yo creo cielos nuevos y tierra nueva donde habrá gozo y alegría para siempre». (cf. Is., 65, 17). En ese mundo nuevo ya no habrá querubines con espadas de fuego que impidan la entrada al paraíso. Nos habla también la Biblia de la unión de los pueblos: «Cristo es nuestra paz. De dos pueblos (judíos y paganos) hizo uno destruyendo el muro que los separaba» (Ef., 2, 14). En ese mundo ya no habrá diferencias entre los seres humanos: sólo habrá el hombre nuevo. Tampoco habrá en ese mundo confusión y separación por las lenguas o las culturas: en Pentecostés, hombres venidos de todas las naciones oían hablar a los Apóstoles en su propia lengua (cf. Hch., 2, 5).

¿No será ésa la globalización que hoy necesita la humanidad?

 

Enero 2017