En una misa en honor de un mártir dominico asturiano, fray Melchor García Sampedro, que murió en Vietnam en 1855, quien la presidía, un fraile asturiano, confesó que no se sentía a gusto. Porque, si bien el martirio manifestaba la fidelidad a Cristo hasta la muerte, también revelaba hasta qué extremo de intolerancia puede llegar la humanidad. Esa muerte violenta muestra que no somos capaces de aceptarnos como hermanos.
Así es. Me vino la anécdota a la memoria por lo sucedido a la joven madre sudanesa, Meriam Yahia Ibrahim Ishag, que fue recibida hace unos días por el papa Francisco en Roma tras haber sido indultada y liberada por las autoridades de Sudán del Norte. Su testimonio es de esos que en la hagiografía cristiana se califica como “martirio de deseo”. No porque ella hubiese querido ser azotada por casarse con un cristiano, Daniel Wani, ni morir ahorcada por su fidelidad a Cristo. Estaba llena de vida: dio a luz a una niñita en la cárcel donde se hallaba también su primogénito.
Nadie en su sano juicio querría morir sacrificado de esta manera por mantener con firmeza sus creencias religiosas o sus convicciones. ¿Por qué, entonces, ocurren las persecuciones por motivos religiosos y las represiones de carácter ideológico? ¿Por qué hay gente que se mantiene firme en sus creencias y convicciones, a pesar de que su vida está amenazada?
En lo personal debemos reconocer el valor, la honradez, la fortaleza de esta gente. Si defiende a ultranza convicciones indeclinables, da testimonio del valor último de su conciencia y de su libertad. Si son cristianas o pertenecen a alguna religión, su entereza da testimonio del valor último de aquello en lo que creen.
Por desgracia –es otra cara de la moneda– se invoca lo absoluto de las creencias religiosas y de las convicciones ideológicas, para imponerlas por la fuerza a gente incrédula y desafecta.
¿Qué significa confesar una creencia o afirmar unas ideas en un mundo de pensamiento y cultura plural? Nuestra convivencia debe fundarse en el reconocimiento de que somos parte de una fraternidad universal. ¿Dónde está tu hermano? – es la pregunta que escucha Caín en la narración bíblica. Aun en culturas o formas de pensar que no admiten la trascendencia divina, esta pregunta tiene una resonancia humana incuestionable.
¿Qué decir del sacrificio de Jesús en la cruz? Para quienes profesamos la fe cristiana, tiene un significado último trascendente.
La tradición cristiana proclama que la muerte de Jesús es un sacrificio para reparar la ofensa hecha a Dios por nuestros pecados. Pero debemos entender bien esto, porque da lugar a la idea de un Dios cruel que exige la sangre de su Hijo para aplacar su ira y perdonar a la humanidad pecadora.
Las Sagradas Escrituras presentan la muerte de Jesús como algo inevitable, como si fuera un destino al cual Jesús tuvo que someterse por obediencia a la voluntad de Dios. Así lo dice en el Evangelio de san Lucas: «¡Qué duros de entendimiento, cómo les cuesta creer lo que dijeron los profetas! ¿No tenía que padecer eso el Mesías para entrar en su gloria?» (Lc 24, 25).
Así y todo, el carácter ineluctable de la muerte de Jesús hemos de verlo en el sentido indicado por el predicador de la misa de san Melchor García Sampedro. El martirio revela no sólo la fe y el amor heroicos a Cristo de quienes lo padecen, sino también la intransigencia y la crueldad de quienes lo perpetran. En estas muertes se revela a la vez el amor extremo y el odio extremo. La muerte de Jesús es esta revelación en graso máximo.
Catulo (87/84-57/54 aC) decía en uno de sus epigramas amorosos:
Odio y amo. Por qué lo hago – quizá preguntas. No lo sé, siento que me pasa y me atormento. |
Odi et amo. Quare id faciam, fortasse requiris. Nescio, sed fieri sentio et excrucior. |
Odiar y amar. No es solo trances de encuentros y desencuentros entre amantes, a lo cual alude Catulo. La nuestra es una humanidad transida por un doble misterio. Uno divino: el amor extremo al que somos llamados, que nos ha sido dado por Dios; otro humano, demasiado humano: el rechazo a este amor que llega hasta el odio y la muerte.
Los cristianos confesamos que esta contradicción no es lo último: Jesús, en su cuerpo crucificado, recibió toda la violencia de una humanidad que odia y mata, anuló el odio, venció a la muerte, nos comunicó la vida.
¿Mártires? Meriam lo es en el sentido original de la palabra: testigo. Su liberación, la de sus dos criaturitas, Martin y Maya, el abrazo a su esposo, Daniel, son el fruto de la semilla que Jesús sembró con su muerte: «Si el grano de trigo caído en tierra no muere, queda solo -dice en el Evangelio de Juan- pero si muere, da mucho fruto» (Juan 12, 24).
Agosto 2014
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