Bendito sea Dios, el Padre de nuestro Señor Jesucristo,
que nos ha bendecido en Cristo
con toda clase de bienes espirituales en el cielo.
El nos eligió antes de la cración del mundo
para que fuéramos santos
e irreprochables en su presencia por el amor.
Él nos predestinó en Cristo a ser sus hijos,
conforme al beneplácito de su voluntad,
para alabanza de la gloria de su gracia
que nos dio en su Hijo muy amado.
En Él hemos sido redimidos por su sangre
y hemos recibido el perdón de los pecados,
según la riqueza de su gracia
que Dios derramó sobre nosotros,
dándonos toda sabiduría y entendimiento.
Él nos hizo conocer el misterio de su voluntad,
conforme al designio misericordioso
que estableció de antemano en Cristo,
para que se cumpliera en la plenitud de los tiempos:
reunir todas las cosas, las del cielo y las de la tierra,
bajo una sola Cabeza, que es Cristo.
En Él hemos sido constituidos herederos, y destinados de antemano,
según el previo designio del que realiza todo conforme a su voluntad,
a ser aquellos que ha puesto su esperanza en Cristo,
en alabanza de su gloria.
En Él, ustedes, que escucharon la Palabra de la verdad,
la Buena Noticia de la salvación, y creyeron en ella,
también han sido marcados con un sello por el Espíritu Santo prometido.
Ese Espíritu es el anticipo de nuestra herencia
y prepara la redención del pueblo que Dios adquirió para sí,
en alabanza de su gloria.
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El himno espléndido con el que comienza la Carta a los Efesios presenta el designio de Dios como una bendición o, mejor, como una serie desbordante de bendiciones que se derraman sobre la humanidad. Son siete las fases de esta bendición sobreabundante, las cuales provienen de la magnificencia del amor de Dios y se consuman en la alabanza de su gloria.
El himno comienza con la bendición que es Dios mismo (v. 3), bondad suprema, fuente de todo bien, cuya felicidad se derrama en todas sus criaturas, a Él se dirige la alabanza: ¡Bendito sea Dios, el Padre de nuestro Señor Jesucristo! En el origen de toda bendición se encuentra Cristo, Hijo eterno del Padre, en Él están incluidas todas sus criaturas.
Esta bendición que es Dios mismo se manifiesta en primer lugar en la elección de la criatura humana, llamada a compartir su santidad en el amor (4). Este es el destino de la humanidad, que Cristo viene a realizar con nosotros y en nosotros.
Por su encarnación, Cristo, el Hijo Unigénito del Padre, se hace uno de nosotros, para que seamos hijos e hijas en Él. La bendición de Dios consiste en hacernos partícipes de la filiación de su Hijo eterno (5-6). El amor de Dios, su favor gratuito ‒su gracia‒ nos envuelve para identificarnos, como hijos e hijas suyos, con su Hijo muy amado.
Cristo realiza esta obra del amor de Dios por nosotros ‒cuarta bendición (7-8)‒ mediante su muerte en la cruz. La voluntad de Dios no es la muerte de Cristo ni la nuestra. Antes bien, su Hijo amado vivió hasta el extremo la fidelidad del amor de su Padre por nosotros, que rechazamos el amor y escogemos la muerte de Cristo y la nuestra. Por su muerte, Cristo nos reconcilió con Dios y entre nosotros.
El designio de Dios, realizado en bendiciones sucesivas, es un misterio que se ha manifestado en los últimos tiempos con la encarnación, muerte y resurrección de Cristo (9-10). La elección de la humanidad en Cristo antes de la creación tendrá su consumación en nuestra unificación con Cristo como cabeza del género humano y en la integración de la creación en Él. La revelación de este misterio es otra de las bendiciones de Dios.
El designio de Dios tenía como primer destinatario al pueblo de la antigua alianza, al cual le fue prometido el Mesías. Una parte de este pueblo lo rechazó. El himno evoca la bendición de los judíos (como Pablo) que han recibido la bendición de Dios por haber aceptado en la fe al Mesías (11-12).
El himno concluye con una séptima bendición (13-14) que alcanza a quienes, sin pertenecer al pueblo judío, escucharon la predicación de la buena noticia de Jesucristo y creyeron en Él. Son los pueblos no judíos, toda la humanidad que ha sido llamada a participar de la bendición divina.
Esta bendición queda sellada por el Espíritu Santo, que es el amor de Dios, su felicidad y delicia eternos, dado a los creyentes como prenda de gozo sin fin y prometido a la humanidad toda llamada a gozar la felicidad de Dios.
Literariamente, este himno es una composición de altos vuelos, con un despliegue de cláusulas y ritmos (al decir de los conocedores del griego) a modo de un torrente caudaloso. Hay que recitarlo en voz alta de un viaje, repetir y repetir esta recitación, para crear un estado receptivo de serenidad y plenitud. Luego se podrá meditar cada una de sus cláusulas hasta impregnarse de su sentido. En la Liturgia de las Horas de la Iglesia, este himno se canta en la oración vespertina de los lunes y en muchas celebraciones litúrgicas importantes. Vale la pena compararlo con el himno de la Carta a los Colosenses (1, 15-20).
Ver el lugar correspondiente en la Biblia de Jerusalén (Bilbao: Desclée De Bouwer, 2009)
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Noviembre 2012
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