PALABRA DEL MES

La torre de Babel: otra perspectiva de lectura
— por Luis Alonso Schökel

Con el relato de la torre de Babel queda completado el círculo del análisis crítico que los sabios de Israel han tenido que hacer de su propia historia. En este recorrido quedan al descubierto varias claves que sirven para comprender el pasado y la acción del mal en él: el ser humano es el origen de todos los males en la historia cuando impone su egoísmo y su propio interés sobre los demás (3,124); los ambiciosos se asocian con otros formando grupos de poder para excluir, dominar y oprimir (4,17-24); el mismo pueblo de Israel traicionó su vocación fundamental a la vida y a su defensa (6–9); las restantes naciones, especialmente las que crecieron y se hicieron grandes, lo hicieron a costa de los más débiles (10,1-32).

Ahora se cuestiona por medio de este relato el papel de las estructuras política y religiosa en la historia. Una interpretación tradicional y simplista nos enseñó que este pasaje explica el origen de la diversidad de pueblos, culturas y lenguas como un castigo de Dios contra quienes supuestamente «hablaban una sola lengua». En realidad, el texto es más profundo de lo que parece y puede ser de gran actualidad si lo leemos a la luz de las circunstancias sociohistóricas en que se escribió. El texto hebreo no nos dice que «el mundo entero hablaba la misma lengua con las mismas palabras». Dice, literalmente, que «toda la tierra era un único labio», expresión que nos resulta un poco extraña y que los traductores han tenido que verter a las lenguas actuales para hacerla comprensible a los lectores, pero dejando de percibir la gran denuncia que plantea el texto original y la luz que arroja para la realidad que viven hoy nuestros pueblos y culturas.

En diferentes literaturas del Antiguo Oriente, los arqueólogos han hallado textos que contienen esta misma expresión y cuyo sentido es la dominación única impuesta por un solo señor, el emperador. Mencionemos sólo un testimonio arqueológico extrabíblico, el prisma de Tiglat-Pilésar (1115-1077 a.C.), que dice: «Desde el principio de mi reinado, hasta mi quinto año de gobierno, mi mano conquistó por todo territorios y sus príncipes; desde la otra orilla del río Zab inferior, línea de confín, más allá de los bosques de las montañas, hasta la otra orilla del Éufrates, hasta la tierra de los hititas y el Mar del Occidente, yo los convertí en una única boca, tomé rehenes y les impuse tributos». Nótese que la expresión «una única boca» no tiene nada que ver con cuestiones de tipo idiomático, pero sí tiene que ver con el aspecto político. Se trata de la imposición por la fuerza de un mismo sistema económico, el tributario. Así pues, nuestro texto hace referencia a la realidad que vivía «el mundo entero», sometida a una única boca, esto es, a un único amo y señor, cuyo lenguaje era el de la conquista y la dominación. Todo pueblo derrotado era sometido a la voluntad del tirano: sus doncellas, violadas y reducidas a servidumbre; sus jóvenes, asesinados o esclavizados; sus instituciones, destruidas; sus líderes, desterrados o muertos; sus tierras, saqueadas; sus tesoros, robados; la población superviviente, obligada a pagar tributo anual al conquistador. Bajo esta perspectiva, nuestro texto no revela tanto un castigo de Dios cuanto su oposición a las prácticas imperialistas.

El último piso de las torres –de las que construían los conquistadores como signo de poder– estaba destinado a la divinidad. Era algo así como una cámara nupcial, completamente vacía, a la que la divinidad bajaba para unirse con el artífice de la torre. Semejante edificación no la construía cualquiera: era el símbolo de poder de un imperio. Anualmente, mediante una liturgia especial, se le hacía creer al pueblo que la divinidad descendía a la cúspide para unirse a la estructura dominante, para bendecirla. Así, los pueblos sometidos pensaban que la divinidad estaba de parte de su opresor. En realidad, se trataba de una creencia ingenua y alienante, fruto de una religión vendida al sistema.

Nuestro relato denuncia y corrige dicha creencia. El Señor desciende desde el cielo, no para unirse al poder que ha construido la torre; baja para destruirla de paso, liberar a los pueblos del sometimiento y de la servidumbre. No se trata, pues, de un castigo, sino de un acto liberador de Dios.

A la luz del profundo sentido que encierra esta historia, el creyente de hoy tiene la herramienta apropiada para releer críticamente la realidad político-religiosa que vive. Desde hace algunos años, el mundo camina hacia una forma de globalización. Pero, ¿se trata de un proyecto que de veras beneficia a todos los pueblos por igual? ¿Qué papel están jugando en este proceso las estructuras económica, política y religiosa, y al servicio de quién se encuentran? ¿De los más débiles? ¿Respeta el proyecto de globalización la identidad cultural, política, económica, religiosa y nacional de cada pueblo? El papel de la religión es decisivo, tanto en los procesos de concienciación como de alienación del pueblo, así que deberíamos utilizar este pasaje para enjuiciar la globalización actual y no tener que lamentarlo más adelante. [Biblia de Nuestro Pueblo, nota en Génesis 11]

• Pinturas de Pieter Brueghel el Viejo (1526/30-1569 y Jacobo Grimmer (1525-1590)