Cristo Jesús, siendo de condición divina,
no se aferró cual botín a ser igual a Dios;
sino que se vació de sí mismo
al tomar la condición de esclavo
y hacerse como uno de los hombres;
y presentándose como un hombre se humilló,
se hizo obediente hasta la muerte
y una muerte en cruz.
Por eso Dios lo exaltó
y le otorgó el Nombre-sobre-todo-nombre;
de modo que al nombre de Jesús toda rodilla se doble
en el cielo, la tierra y el abismo;
y toda lengua confiese:
¡Jesucristo es Señor para gloria de Dios Padre!
Es quizá un himno de origen arameo de las comunidades de Palestina que Pablo inserta en una exhortación a la humildad (Flp 2, 1-11). Su propósito es invitar a los filipenses a adoptar una manera de ser como la de Jesús. El himno presenta la personalidad humana de Jesucristo, humillado y exaltado. Es una confesión de fe pascual. Consta de dos partes señaladas por sus dos sujetos: Cristo, que se vacía de su condición divina hasta someterse a la muerte; Dios Padre, que lo exalta a su condición divina.
El sentido general podría ser este: Cristo Jesús, que es de condición divina, se vació (significado del verbo kenóō) no solo de su divinidad, sino también de su dignidad humana ‒su humanidad que es imagen de Dios‒ para asumir una humanidad sometida al pecado –la nuestra que rehúsa ser imagen de Dios–. Con palabras suyas, san Pablo lo dice así: “A quien no conoció pecado, Dios lo hizo pecado por nosotros, para que viniésemos a ser justicia de Dios en él” (II Corintios 5, 21).
En la primera parte hay un contraste con Génesis 3, 5, que presenta la tentación humana de querer igualarse a Dios. Jesús no solo no arrebata por conquista ni retiene como botín su condición divina, sino que se despoja de ella y se somete al pecado y sus consecuencias hasta la muerte en la cruz.
Tenemos un paralelismo de contraste entre el Génesis y el himno: nuestra humanidad, hecha a imagen de Dios (Génesis 2, 26), siendo simple creatura, quiso arrebatar una condición divina que no le pertenece y aferrarse a ella. Jesús, que es la plenitud de Dios, imagen real de la divinidad, no quiso aferrarse a su igualdad con Dios, sino que se despojó de ella por obediencia para identificarse con nuestra humanidad dominada por la hybris del poder.
El abajamiento de Jesús se acentúa porque asume una condición de servidumbre al pecado, la nuestra tal como aparece en una historia de soberbia, prepotencia y crímenes. Pero la obediencia de Jesús hasta la muerte no es sometimiento a un Dios justiciero que exige la reparación de la ofensa. Es el camino de obediencia a Dios y a su designio de amor por la humanidad que nosotros rehusamos recorrer, y que Jesús recorre como primicia de una humanidad nueva en el amor.
Esta parte del himno muestra que el vaciamiento (kénosis) de Jesús es fuente de gracia sobreabundante para nosotros: “Nuestro Señor Jesucristo, siendo rico, se hizo pobre por nosotros, para que nosotros con su pobreza nos enriqueciéramos” (II Corintios 8, 9).
La segunda parte presenta la exaltación de Jesús. Es una confesión de fe pascual que supone la experiencia inaudita que tuvieron los discípulos de la presencia viva de Jesús después de su muerte. Esta fe es fruto también del Espíritu Santo que los iluminó y fortaleció para confesar que su Jesús no había sido devorado por la muerte.
La resurrección es obra del Padre que otorga a Jesús un título divino: “Señor”, Nombre-sobre-todo-nombre. Con este nombre, Kyrios, se tradujo al griego la palabra Adonai, que los judíos usan cuando se encuentran con el nombre de Yahveh que no se atreven a pronunciar.
A este nombre corresponde el gesto de adoración que solo se rinde a Dios ya desde el Antiguo Testamento: “Ante mí se doblará toda rodilla, por mi jurará toda lengua. Dirán: Solo Yahveh tiene la victoria y el poder” (Isaías 45, 23-24).
El himno contiene dos aspectos clave de la confesión de fe cristiana: la encarnación, pasión y muerte de Jesús como expresión del amor de Dios por la humanidad, y su exaltación en gloria como Hijo de Dios y Señor en virtud de su resurrección.
El triunfo de Jesús sobre la muerte es triunfo sobre el pecado, la hybris de poder que domina a la humanidad. Este triunfo significa que recibimos de Dios Padre, como Jesús, la plenitud de la vida divina como un don, no como una conquista. Es el don por excelencia del Dios que es Amor, el don que restaura nuestra humanidad en su dignidad de origen divino.
“Aunque el Nuevo Testamento no la explica, sí que revela y proclama la forma de dar de Dios: «con su pobreza». Y en esto hay, como siempre, una revelación implícita sobre el hombre: el hombre no es rico (humanamente rico) cuando alguien le ha dado de su riqueza, pues entonces es simplemente deudor. Es de sobra conocido que Marx rechaza la idea de creación partiendo precisamente de esta premisa: si el hombre tuviera un Creador, le debería su ser y no podría ser hombre libre...
Hay una manera de recibir que no quita libertad al hombre, sino que le humaniza. Y es la manera como da el amor auténtico. El amor sólo actúa dando energías personales; sólo destruye «creando» a la persona; mueve a los seres como seres libres y no inertes. Por tanto, no «hace» nada; simplemente coloca al hombre en una situación nueva, en la cual es el hombre el que puede hacer. Por eso, lo que el hombre debe y agradece al amor de otro es también lo que él ha hecho consigo”. [J. I. González Faus, La Humanidad Nueva, 1984, 195].
Ilustración: Marc Chagall – Crucifixión blanca 1938
Escuchar la versión musical del himno compuesta por Alejandro Mejía (aquí)
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