René Girard (Aviñón, Francia, 1923), pensador polifacético –crítico literario, historiador, psicólogo, antropólogo, filósofo, biblista– considera que nuestros deseos imitan siempre los deseos ajenos, son deseos miméticos, abocados a objetos que querríamos poseer igual que otros lo quieren. Cuando distintos sujetos desean por imitación el mismo objeto, surge la competencia entre ellos, una rivalidad mimética que da lugar a la violencia. Esta rivalidad por poseer los mismos objetos es la violencia que está en el origen de la sociedad. Para contenerla existen las leyes y la autoridad. Girard piensa que esto no basta. Se necesita potenciar otro tipo de deseo mimético. En el pasaje que sigue, Girard nos invita a esta aventura: no a negar nuestros deseos, cosa por demás imposible, sino a abocarlos a imitar un modelo de deseo que no rivaliza con nadie ni incita a la violencia: Jesús que a su vez imita al Padre.
No codiciarás la casa de tu prójimo; no codiciarás la mujer de tu prójimo, ni su siervo, ni su sierva, ni su buey, ni su asno, ni nada que sea de tu prójimo (Éxodo 20, 17).
La revolución que anuncia y prepara el décimo mandamiento se consuma plenamente en los Evangelios. Si Jesús no habla nunca en términos de prohibiciones y, en cambio, lo hace siempre en términos de modelos e imitación, es porque llega hasta el fondo de la lección del décimo mandamiento. Y cuando nos recomienda que lo imitemos, no es por narcisismo, sino para alejarnos de las rivalidades miméticas.
¿En qué debe centrarse, exactamente, la imitación de Jesucristo? No es su manera de ser o en sus hábitos personales. Nunca en los Evangelios se dice esto. Tampoco Jesús propone una regla de vida ascética en el sentido de Tomás de Kempis y su célebre Imitación de Cristo, por muy admirable que esta obra sea. Lo que Jesús nos invita a imitar es su propio deseo, el impulso que lo lleva a él, a Jesús, hacia el fin que se ha fijado: parecerse lo más posible a Dios Padre.
La invitación a imitar el deseo de Jesús puede parecer paradójica puesto que Jesús no pretende poseer un deseo propio, un deseo específicamente «suyo». Contrariamente a lo que nosotros pretendemos, no pretende «ser él mismo», no se vanagloria de «obedecer solo a su propio deseo». Su objetivo es llegar a ser la imagen perfecta de Dios. Y por eso dedica todas sus fuerzas a imitar a ese Padre. Y al invitarnos a imitarlo nos invita a imitar su propia imitación.
Una invitación que, lejos de ser paradójica, es más razonable que la de nuestros modernos gurús, que nos invitan a hacer lo contario de lo que ellos hacen o, al menos, pretenden hacer. Cada uno de ellos pide, en efecto, a sus discípulos que imiten en él al gran hombre que no imita a nadie. Por el contrario, Jesús nos invita a hacer lo que él hace, a que nos coinvirtamos, exactamente como él, en imitadores de Dios Padre.
¿Por qué Jesús considera al Padre y a sí mismo los mejores modelos para todos los hombres? Porque ni el Padre ni el Hijo desean con avidez, con egoísmo. Dios «hace que el sol se levante sobre los malos y los buenos». Da sin escatimar, sin señalar diferencia alguna entre los hombres. Deja que las malas hierbas crezcan en compañía de las buenas hasta el momento de la cosecha. Si imitamos el desinterés divino, nunca se cerrará sobre nosotros la trampa de las rivalidades miméticas. De ahí que Jesús diga también: «Pedid y se os dará…»
Cuando Jesús afirma que no solo no deroga la Ley, sino que la lleva a su culminación, formula una consecuencia lógica de su enseñanza. La finalidad de la Ley es la paz entre los hombres. Jesús no desprecia nunca la Ley, ni siquiera cuando reviste la forma de prohibición. A diferencia de los pensadores modernos, sabe perfectamente que, para impedir los conflictos, hay que comenzar por las prohibiciones.
Sin embargo, el inconveniente de las prohibiciones es que no desempeñan su papel de manera satisfactoria. Su carácter sobre todo negativo, como Pablo comprendió muy bien, aviva forzosamente en nosotros la tendencia mimética a la transgresión; la mejor manera de prevenir la violencia consiste, no en prohibir objetos, o incluso el deseo de emulación, como hace el décimo mandamiento, sino en proporcionar a los hombres un modelo que, en lugar de arrastrarlos a las rivalidades miméticas, lo proteja de ellas.
A menudo creemos imitar al verdadero Dios y, en realidad, solo imitamos a falsos modelos de autonomía e invulnerabilidad. Y, en lugar de hacernos autónomos e invulnerables, nos entregamos, por el contrario, a las rivalidades de imposible expiación. Lo que para nosotros diviniza a esos modelos es su triunfo en rivalidades miméticas cuya violencia nos oculta su insignificancia.
Lejos de surgir en un universo exento de imitación, el mandamiento de imitar a Jesús se dirige a seres penetrados de mimetismo. Los no cristianos se imaginan que, para convertirse, tendrían que renunciar a una autonomía que todos los hombres poseen de manera natural, una autonomía de la que Jesús quisiera privarlos. En realidad, en cuanto empezamos a imitar a Jesús, descubrimos que, desde siempre, hemos sido imitadores. Nuestra aspiración a la autonomía nos ha llevado a arrodillarnos ante seres que, incluso si no son peores que nosotros, no por eso dejan de ser malos modelos, puesto que no podemos imitarlos sin caer con ellos en la trampa de las rivalidades inextricables.
Al imitar a nuestros modelos de poder y prestigio, la autonomía, esa autonomía que siempre creemos que por fin vamos a conquistar, no es más que un reflejo de las ilusiones proyectadas por la admiración que nos inspiran, tanto menos consciente de su mimetismo cuanto más mimética es. Cuando más «orgullosos» y «egoístas» somos, más sojuzgados estamos por los modelos que nos aplastan.
* René Girard, Veo a Satán caer como el relámpago. Barcelona: Anagrama, 2002, pp. 30-32
* La fotografía pertence al sitio Gospel for Asia que nos permitió publicarla.
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Junio 2013
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