HIMNOS Y SALMOS

Cántico para las bodas del Cordero
por Francisco Quijano

Narrador


Después escuché en el cielo voces como de una gran multitud que decía:






Y repitieron:



Los venticuatro ancianos y los cuatro vivientes se postraron y adoraron al Dios sentado en el trono. Dijeron:

Del trono salió una voz que decía:


Y escuché voces como de una gran multitud, como rumor de aguas torrenciales, como fragor de truenos formidables:

 

Me dijo:

 

 

Coros, solista, orquestación celestial


¡Aleluya!
A nuestro Dios la salvación y la gloria y el poder,
porque sus juicios son verdaderos y justos.


Porque ha juzgado a la Gran Ramera
que corrompió el mundo con su prostitución,
le ha reclamado la sangre de sus servidores.


¡Aleluya!
Asciende su humareda por los siglos de los siglos.


¡Amén, Aleluya!



Alaben a nuestro Dios sus siervos todos,
los que le temen, pequeños y grandes.

¡Aleluya!
Reina el Señor, nuestro Dios, Todopoderoso.

Alegrémonos y regocijémonos y démosle gloria,
porque han llegado las bodas del Cordero,
su esposa se ha engalanado,
de lino puro resplandeciente la han vestido.

Escribe: Dichosos los invitados a las bodas del Cordero.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

● ● ●

 

La última estrofa del cántico y la felicitación final ofrecen la clave: se celebra la victoria del Cordero y las bodas con su Amada. Jesús comparó la felicidad suprema a la que se nos invita con una espléndida celebración nupcial. No podría ser de otra manera: un banquete de bodas es la mejor de nuestras fiestas, proyectarla como felicidad consumada en Dios es lo natural.

Así se presenta en el Apocalipsis 19, 1-9 (ver c. 21, 1-4). Podemos representarlo de manera visual y auditiva como una fantasía coral: el rey, Jesús el Cordero, aparece acompañado de su Esposa, la multitud de elegidos que lo han seguido en la gran tribulación, en medio de cantos de júbilo y victoria de los convidados al banquete nupcial.

Dos coros, una muchedumbre celestial y los cuatro Vivientes con los Ancianos, proclaman la salvación de Dios y su victoria sobre la Gran Ramera. Una voz invita a alabar a Dios. A la muchedumbre celestial se suma la muchedumbre de fieles que proclama el reinado de Dios y celebra las bodas del Cordero. Este cántico festivo contrasta con las lamentaciones por la caída de Babilonia (18, 9-24). En él se encuentran los únicos cuatro casos en que se usa en el Nuevo Testamento la invitación israelita a la alabanza: ¡Aleluya! ¡Alabad a Dios!

El libro del Apocalipsis fue escrito a raíz de las persecuciones de Nerón (año 64) y Domiciano (año 95) contra los cristianos. En los capítulos 17 y 18 se presenta la derrota de la Gran Ramera/Babilonia/la Bestia, que es símbolo del Imperio romano, de Roma, del emperador. Se canta una gran elegía: ¡Cayó, cayó la Gran Babilonia! (18,2)… ¡Ay, ay de la Gran Ciudad! ¡Babilonia, ciudad poderosa, que en una hora ha llegado tu juicio! (18,10.16-17.19)… Se ecucha una letanía de lamentos por su desolación: La música de los citaristas y cantores no se oirá más en ti… (18,22-23). En la oración dominical vespertina de la liturgia católica se han suprimido la voz del narrador y los versos sobre la gran ramera.

Quienes seguimos hoy en día al Cordero, ¿podemos cantar estos himnos de victoria sobre las fuerzas del mal y pronunciar maldiciones y ayes por su destrucción? ¿No sería esta práctica expresión de una visión dualista de la historia, de combate de las fuerzas del bien contra las del mal? ¿No incurriríamos en  intolerancia  en una cultura que se precia de apertura a la diversidad y la tiene como un alto valor para la convivencia?

Más allá de la circunstancia en que fue escrito el Apocalipsis, la historia muestra que el mal existe, un mal debido a nuestra avidez y prepotencia, no a una entidad suprahumana, que causa desgracias sin fin: opresión, guerras, genocidios, persecuciones, intolerancia, violencia… Las religiones, mejor dicho, quienes nos adherimos a ellas, no estamos exentos de la fascinación del mal; los cristianos, perseguidos en el imperio romano, han sido también perseguidores.

El Apocalipsis nos invita a considerar estas cuestiones que miran a la raíz de nuestro destino: la opresión, la injusticia, la violencia, la guerra, la muerte, ¿son accidentes de la historia que dejarán en ella su marca indeleble? ¿Tiene el mal, de la naturaleza que sea, la última palabra? Los anhelos profundos por la convivencia y la paz, el deseo irresistible de ser felices, ¿son aspiraciones vacuas? ¿Carecen de consistencia más allá de nuestros esfuerzos por alcanzar estos bienes y de los logros que podemos constatar en nuestra historia?

No, dice el Apocalipsis, la última palabra es un canto triunfal sobre el mal que nos destruye, es un espléndido banquete nupcial de gente de toda raza, lengua, pueblo y nación, es la comunión íntima de la humanidad con Dios y entre nosotros.

Julio 2013