El 11 de octubre de 2011 el Papa Benedicto XVI convocó un Año de la fe que se celebraría del 11 de octubre de 2012 al 24 de noviembre de 2013. El motivo era el cincuenta aniversario de la apertura del Concilio Vaticano II y los veinte años de la publicación del Catecismo de la Iglesia Católica. Ahora, a mitad del ese año de la fe, podemos preguntarnos si se trataba tan solo de celebrar esos acontecimientos o si en la intención del Papa había otros motivos para convocar un año de “especial reflexión y redescubrimiento de la fe”.
Nadie puede dudar de la importancia de la fe en estos tiempos de cambio y de secularización en que vivimos. Como indicaba el Papa en el documento de la convocatoria del Año de la fe, “con frecuencia los cristianos se preocupan mucho por las consecuencias sociales, culturales y políticas de su compromiso, al mismo tiempo que siguen considerando la fe como un presupuesto obvio de la vida común. De hecho, este presupuesto no sólo no aparece como tal , sino que con frecuencia es negado”.
Dios ha ido desapareciendo del horizonte humano en un largo proceso de secularización que culmina en una cultura en la que lo que se busca son las certezas de la ciencia y el progreso de la técnica. Ni los valores morales, ni la convivencia social, ni mucho menos los fenómenos de la naturaleza, necesitan de la presencia de Dios para su fundamentación o su conocimiento. Bastan las leyes que rigen el comportamiento social o los fenómenos naturales; bastan las ciencias humanas y las ciencias de la naturaleza.
En ese mundo en que viven los cristianos no es extraño que el Papa recuerde la necesidad de profundizar la fe, de conocer sus contenidos y de celebrarla con alegría. Es necesario también evangelizar, dar testimonio, hacer presente la fe en la vida de cada día a través de las obras y de la preocupación por los problemas humanos. “La fe, precisamente porque es un acto de libertad, exige también la responsabilidad social de lo que se cree”.
Pero el Papa Benedicto XVI va mucho más allá de esas consideraciones, válidas para todos los tiempos y no sólo para el Año de la fe. En el documento en que convoca ese Año de la fe insiste una y otra vez en algo que es urgente especialmente en ese año: se trata de la renovación de la Iglesia, de toda la Iglesia, y no sólo de la vida de los cristianos. El Año de la fe debe ser un tiempo especial de reflexión y de renovación para “todo el cuerpo eclesial”.
¿Sabía el Papa que este documento iba a ser el último documento de su pontificado dirigido a todos los cristianos? ¿Sabía que en ese año iba a tener lugar su renuncia y la elección de un nuevo Papa? El mismo Benedicto XVI nos dice que su renuncia fue algo largamente pensado y no consecuencia de un momento de desánimo. Eran los días en que “las aguas bajaban agitadas, el viento soplaba en contra y Dios parecía dormido”.
De todas partes del mundo llegaban acusaciones contra sacerdotes abusadores de niños, denuncias contra obispos que ocultaban y defendían a esos sacerdotes, sospechas de lavado de dinero de la misma Iglesia. Las aguas revueltas chocaban contra los muros del Vaticano, salpicando hasta los mismos palacios apostólicos. Se filtraban a la prensa documentos confidenciales del Papa; se hablaba de corrupción y de pecado en los dicasterios de la curia romana, de ambición y afán de poder en los encargados de esos dicasterios… El Papa se sintió sin fuerzas para enfrentar ese mundo que exigía una renovación profunda y valiente, y decidió renunciar a su pontificado.
Se acercaban tiempos en que iba a ser necesaria una fe profunda en Aquel que prometió su ayuda a la Iglesia hasta el final de la historia. El Papa Benedicto pensó en un Año de la fe. La carta apostólica en la que convoca ese Año –Porta fidei– se convirtió así en su testamento espiritual. El hombre que dedicó su vida a defender la fe y sus certezas en un mundo impregnado de relativismo invitaba a vivir con fe los acontecimientos que se aproximaban. El Año de la fe pasará a la historia, no por ser el cincuenta aniversario de la apertura del Vaticano II, sino por ser el año de la renuncia de un Papa y la elección de otro.
El otro Papa es el Papa Francisco. En la misa que celebró con los cardenales el día siguiente a su elección les habló de la necesidad de la fe en Jesucristo. Sin esa fe, la Iglesia se convertiría en una ONG piadosa y dejaría de ser la Iglesia de Jesucristo. Asumía así la herencia que le dejaba el ahora Papa emérito.
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Mayo 2013
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