Nació en Cuevas-Belmonte (Asturias) el 16 de mayo de 1890, dentro de una familia de labradores profundamente creyentes. Tres de sus hermanas ingresaron en las Hermanitas de los Ancianos Desamparados, y su hermano Francisco también fue misionero dominico en la Amazonía Peruana. Fue ordenado sacerdote el 26 de julio de 1916. Llega a Perú el 21 de enero de 1917 en compañía de los padres José y Alberto Rodríguez y de fray Manuel García Marina con quien compartirá intensos momentos de vida misionera, pero sobre todo de gran sufrimiento con la muerte violenta de fray Marina a manos del selvícola huarayo Shajaó.
En 1921 realiza una expedición de cuatro meses por los confines del Vicariato hasta a frontera con el Brasil. Sufre un naufragio que a punto está de costarle la vida. Perdido en la selva, a duras penas logra llegar a la población de Iberia.
Nombrado superior de la Misión del Lago Valencia, inicia una serie de heroicas y arriesgadas expediciones para ir al encuentro de distintos y dispersos grupos de selvícolas de la cuenca del río Madre de Dios: huarayos, mashcos, arasairis, amarakairis...
En este tiempo el padre José Alvarez había tenido un breve destino en la misión de Quincemil, pasando luego a las misiones de Inambari y Palotoa. Arrasada esta última por las crecientes de los ríos Palotoa y Madre de Dios, fue trasladada junto a la desembocadura del río Shintuya el año 1957.
Realizó cientos de viajes llenos de riesgos a través de la enmarañada selva para establecer contacto con hombres y culturas nuevas, para descubrir en ellas la presencia de Dios; constantes desplazamientos en duras jornadas a pie, en canoas a remo y tangana. Nadie como él conoció las regiones del río Madre de Dios y sus quebradas. Todo ello acompañado de un inmenso caudal de preciosas informaciones, observaciones y estudios que favorecieron la antropología y la lingüística y no menos la geografía de estas selvas.
Por su amor y heroísmo incomparables, su cariño y simpatía hacia todos, mereció ser llamado por los indígenas de la selva con el nombre de Apaktone: papá anciano.
El gobierno peruano del presidente Belaunde Terrry en 1963 condecoró al padre José Alvarez con la Gran Cruz al mérito por Servicios Distinguidos. También recibe del gobierno español en la embajada de Lima en 1966 la condecoración de Caballero de la Orden de Isabel la Católica “por haber cumplido una misión que alcanza caracteres de leyenda”.
El 19 de octubre de 1970 fallece santamente en Lima en la residencia de las Hermanitas de los Ancianos Desamparados después de cincuenta y tres años de una vida de absoluta entrega a la misión.
El perfil humano, dominicano y misionero que destacan quienes lo conocieron puede resumirse así: “Un hombre bien nacido, con talante alegre y de fiel amistad, generoso y humilde, entrañable, paciente y sufrido, sensible con muy buen humor; religioso de obediencia activa, orante y de una profunda confianza en Dios y en su Madre María del Rosario.
Su causa de canonización se introdujo en el Arzobispado de Lima el 1 de agosto del año 2000.
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Estos son algunos fragmentos de sus escritos:
Las circunstancias de mis primeros encuentros con los nativos fueron el estado de beligerancia, hostilidad y persecución que desde tiempo tenían con los caucheros e industriales; choques y odios a muerte de unas tribus con otras debido a lo cual se había creado un estado de miedo y aborrecimiento pavoroso hacia ellos, y la menor idea de internarse en la selva era, si no utópico, sí considerado arriesgadísimo. Llegué hasta ellos y fue tal el asombro que les causó al verme a mí, solo entre ellos hablándoles en su lengua, que logré lo que nadie había soñado: calmar odios, allanar miles de dificultades e ir planeando las bases de pequeñas misiones. Siempre he encontrado a manos llenas los medios espirituales y materiales para seguir mis planes misionales mientras el Señor me de vida.
No diré que he sufrido, pero sí debo confesar que en los primeros momentos pasé un tiempo de aturdimiento y de melancolía apenado ante la apatía y frialdad que les causaba mi presencia. ¡Pobres, aún no me conocían!
Urge ir a ellos para anunciarles una esperanza nueva y definitiva: ¡Hasta cuándo han de continuar así sufriendo sin esperanza! ¿No hemos recibido de Dios la orden ya de marchar a liberarlos?
Sentados en el suelo en medio de la limpia y espaciosa plaza, al pálido lucir de opaca luna, las enseñanzas evangélicas tienen un no se qué de triste y emocionante. Sus siluetas medio claras, medio oscuras, recortadas fantástica y misteriosamente por las sombras, nos parecen un verdadero reflejo del estado confuso e indeciso de sus almas, acercándose a los umbrales de la vida cristiana, en lucha aún en la duda con la fe.
Esperar de los nativos que en sus primeras manifestaciones nos revelen sus secretos, sería una verdadera candidez y presunción; y este ha sido el error de muchos. No, no. Hay que dejar que el tiempo realice su obra; hay que pedir mucho a Dios la conversión de sus almas y poder escuchar del nativo palabras como estas: «Este hombre es paisano nuestro completamente, y nos cuida como si fuera nuestro padre».
Debemos pues de ir hacia ellos, para atraerlos a todos, amándolos como Él los amó, hasta el sacrificio. Cualquier otra forma sería ilusoria, por estar en contradicción con esta única y sublime pedagogía. Y esta fue la razón por la que sus labios pronunciaron por primera vez la palabra «Papachí»: «Padre de verdad».
* Fr. Roberto Ábalos ejerce su apostolado en la ceja de selva amazónica con base en la Misión de San José Koribeni a la vera del río Urubamba en Perú. Antes la desempeñó en una parroquia fundada por fray Bartolomé de las Casas, Tezulutlán/Rabinal, Guatemala, donde acompañó a las comunidades achíes que fueron masacradas por el ejército guatemalteco en los años 80 del siglo pasado.
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Mayo 2013
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