El 22 de junio recordamos a dos testigos de Cristo: el obispo John Fisher y el abogado Tomás Moro. Fueron decapitados en la Torre de Londres el 22 de junio y el 6 de julio de 1535, por negarse al Juramento de Lealtad al rey Enrique VIII como Cabeza de la Iglesia de Inglaterra y oponerse a su divorcio de Catalina de Aragón.
John Fisher nació en Beverly, Yorkshire, el año 1469. Estudio teología en Cambridge, fue obispo de Rochester y amigo Tomás Moro, quien dijo de él: «Estimo que en este reino no hay nadie que se le acerque en sabiduría, educación y probada virtud por largos años».
Tomás Moro nació en Londres en 1478. Estudio leyes en Oxford, tuvo una carrera expedita en derecho y oficios públicos. En 1529, Enrique VIII lo nombró Canciller del Reino, cargo al que renunció en mayo de 1532.
En 1505 se casó con Joanne Colt, con quien tuvo tres hijas: Margaret, Elizabeth y Cecily, y un hijo, John. Ella murió joven. Tomás se casó poco después con Alice Middleton, cuya hija, Alice, al igual que una huérfana, Margaret Giggs, él adoptó. Sus dos matrimonios fueron felices. Él fue un hombre cariñoso, amigable, divertido y buen padre de familia.
«No teman a los que matan el cuerpo». «Ustedes tienen contados todos sus cabellos». «Valen más que muchos pájaros». Palabras de Jesús en el Evangelio que se proclamó el domingo pasado. Dos anécdotas fuera de lo común de la ejecución de ambos ilustran estas plabras. De John Fisher se cuenta esto:
A eso de la cinco de la mañana, el oficial de la Torre de Londres fue a su celda y lo despertó para decirle que su ejecución, por voluntad del rey, sería a la nueve de la mañana. El obispo le dijo: «Bueno, si ese es tu mensaje, no me traes nuevas noticias, porque he esperado este anuncio desde hace tiempo, y debo agradecer con humildad al Rey que se haya dignado liberarme de todos estos asuntos mundanos. Pero te pido me tengas paciencia, déjame dormir una o dos horas, porque pasé mala noche. Lo digo no por temor a la muerte, gracias a Dios, sino porque tengo mala salud y estoy débil».
Alrededor de las nueve, el oficial volvió, lo encontró casi listo y le dijo que venía a buscarlo. El obispo replicó: «Pásenme mi esclavina para ponérmela». «Mi Señor ‒le dijo el oficial‒ ¿qué necesidad de cuidar tu salud en este breve tiempo que, como sabes, no es mucho más de una hora?». «Considero, sin embargo ‒dijo el obispo‒ que mientras tanto voy a tenerme lo mejor que pueda. Porque te digo la verdad: aunque tengo buen deseo y estoy dispuesto a morir en este momento, lo cual agradezco a nuestro Señor y confío en su infinita misericordia y bondad que lo cumplirá, con todo, no quiero menoscabar mi salud ni un minuto mientras tanto, sino cuidarla todo lo que pueda, de la forma y con los medios razonables que el Dios Todopoderoso me ha provisto».
De Tomás Moro se cuenta que el día de su ejecución lo visitó Sir Tomás Pope, para decirle de parte del rey la orden de su ejecución. Al salir de la celda, Pope se despidió de manos, eran amigos, y lloró. Tomás le dijo: «Tranquilo, señor Pope, no se preocupe, confío en que nos veremos alguna vez desbordantes de gozo, cuando vivamos y amemos en la dicha eterna».
En el cadalso, rezó de rodillas el salmo Miserere. El verdugo, conmovido, le pidió perdón. Tomás lo besó y le dijo: «Ánimo, no tengas miedo, cumple tu encargo. Mi cuello es muy corto, cuida de dar bien el hachazo para que honres tu oficio». Y estando a punto la ejecución, se arregló la barba que le había crecido en prisión y dijo: «Cuidado, no hay que cortarla, ella no cometió traición».
• Las dos pinturas son de Hans Holbein, El Joven (1497-1543)
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