«De repente vino del cielo un ruido, como de viento huracanado, que llenó la casa donde se alojaban. Aparecieron lenguas como de fuego, que descendieron por separado sobre cada uno de ellos. Se llenaron todos de Espíritu Santo y empezaron a hablar en distintas lenguas, según el Espíritu les permitía expresarse» (Hechos de los Apóstoles 2,4).
Los apóstoles se pusieron a hablar en todas las lenguas. Así quiso Dios, por aquel entonces, significar la presencia del Espíritu Santo: haciendo que todo el que lo recibiera hablara en todas las lenguas. Hay que entender, queridos hermanos, que se trata del Espíritu Santo por el cual el amor de Dios se derrama en nuestros corazones.
Y, ya que el amor debía de congregar a la Iglesia de Dios, extendida por todo el orbe de la tierra, del mismo modo que entonces cada persona que recibía el Espíritu Santo podía hablar en todas las lenguas, así ahora la unidad misma de la Iglesia, congregada por el Espíritu Santo, se manifiesta en la pluralidad de lenguas.
Por tanto, si alguien nos dice: «Has recibido el Espíritu Santo, ¿por qué no hablas en todos las lenguas?», debemos responderle: «Hablo ciertamente en todas las lenguas, ya que pertenezco al cuerpo de Cristo, esto es, a la Iglesia, que habla en todas las lenguas. Lo que Dios quiso entonces significar por la presencia del Espíritu Santo era que la Iglesia, en el futuro, hablaría en todas las lenguas». De este modo, se cumplió lo que había prometido el Señor: Nadie echa vino nuevo en odres viejos, sino que se ha de echar en odres nuevos; así se conservan las dos cosas.
Con razón algunos, al oír que los apóstoles hablaban en todas las lenguas, decían: Están llenos de mosto. Es que se habían convertido ya en odres nuevos, renovados por la gracia santificadora, para que, llenos del vino nuevo, esto es, del Espíritu Santo, hablaran llenos de ardor en todas las lenguas, prefigurando así, por aquel evidentísimo milagro, la universalidad de la Iglesia, que había de abarcar a los hombres de toda lengua.
Celebrad, pues, este día, conscientes de que sois miembros del único cuerpo de Cristo. No lo celebraréis en vano, si procuráis ser lo que celebráis, viviendo unidos a la Iglesia, a la cual el Señor, llenándola del Espíritu Santo, reconoce como suya, a medida que se va esparciendo por el mundo, Iglesia que, a su vez, lo reconoce a él domo su Señor. Como el esposo no abandona a su propia esposa ni admite que sea sustituida por otra.
A vosotros, hombres de todas las naciones, que sois miembros de Cristo, que constituís el cuerpo de Cristo, la Iglesia de Cristo, la esposa de Cristo, os dice el Apóstol: Sobrellevaos mutuamente con amor; esforzaos por mantener la unidad del Espíritu, con el vínculo de la paz.
Fijaos que al precepto de la mutua tolerancia añade la mención del amor, y cuando habla de la solicitud por la unidad hace referencia al vínculo de la paz. Tal ha de ser la casa de Dios, edificada con piedras vivas, para que el padre de familia se complazca en habitar en ella, y sus ojos no tengan que contemplar con disgusto su división y su ruina.
Liturgia de las Horas – Semana Séptima de Pascua - Lectura del Sábado
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