Se sentó Jesús junto al pozo de Jacob. Y llega una mujer, que es figura de la Iglesia, no santa aún sino por santificar; ya que de ello trata la conversación. Viene ignorante, lo halla y algo sucede con ella. Veamos cómo y por qué. «Llega una mujer de Samaría a sacar agua». Los samaritanos no pertenecían a la nación judía. Esa mujer representa a la Iglesia, pues la Iglesia iba a venir de los no judíos. Reconozcámonos, pues, nosotros en ella y demos gracias a Dios. Ella era una figura, no la realidad. «Viene, pues, a sacar agua».
«Le dice Jesús: —Dame de beber—». Vean como se trata de extranjeros pues los judíos no usaban sus vasijas. Y como la mujer llevaba un cántaro con que sacar agua, se extrañó de que un judío le pidiera de beber, cosa que no solían hacer los judíos. Pero quien le pedía de beber, tenía sed de la fe de esa mujer.
«Le respondió Jesús: —Si conocieras el don de Dios y quién es el que te dice: Dame de beber, tú le habrías pedido a él y él te habría dado agua viva». Jesús le pide de beber y es él quien promete darle el agua. Se presenta necesitado pero está sobrado como para saciar. «Si conocieras –dice– el don de Dios». El don de Dios es el Espíritu Santo. Habla a la mujer veladamente pero poco a poco entra en su corazón. ¿Qué exhortación más suave y amable que esta? «Si conocieras el don de Dios y quién es el que te dice: Dame de beber, tú le habrías pedido a él y él te habría dado agua viva». Hasta aquí la mantiene en suspenso.
La mujer afirma indecisa: «Señor, no tienes con qué sacar, y el pozo es hondo». Vean cómo entendió ella el agua viva, o sea, el agua que había en aquella fuente. De esta agua viva no puedes darme, porque no tienes pozo. ¿Quizá prometes otra fuente? «Respondió Jesús y le dijo: Todo el que bebiere de esta agua tendrá de nuevo sed; en cambio, quien bebiere del agua que yo le daré, no tendrá sed jamás; sino que el agua que yo le daré se convertirá en él en fuente que salta para vida eterna». Es evidente que prometía un agua no visible sino invisible, en sentido no carnal sino espiritual.
Pero la mujer está aún centrada en lo carnal. Le complació no tener sed y suponía que el Señor le había prometido esto según la carne. Ella se veía forzada a venir con frecuencia a esa fuente, a cargarse de peso con qué suplir su necesidad y, terminada el agua que había sacado, a regresar de nuevo; ese trabajo era cotidiano para ella, porque la necesidad se aliviaba, pero no se extinguía. Complacida, pues, por tal don, ruega que le dé agua viva.
No pasemos por alto que el Señor prometía algo espiritual, algo sustancioso, la saciedad del Espíritu Santo, y ella no entendía aún. «Le dice la mujer: —Señor, veo que eres un profeta. Nuestros padres adoraron en este monte, y ustedes dicen que es en Jerusalén donde es preciso adorar—». «Le dice Jesús: –Créeme, mujer, vendrá la hora cuando ni en este monte ni en Jerusalén adorarán al Padre. Ustedes adoran lo que no conocen. Nosotros adoramos lo que conocemos, porque la salvación procede de los judíos. Pero vendrá la hora cuando los adoradores verdaderos adorarán al Padre en espíritu y verdad—». No en un monte, no en un templo, sino «en espíritu y verdad, porque así quiere el Padre que lo adoren». ¿Por qué busca el Padre a tales que lo adoren no en un monte, no en un templo, sino «en espíritu y verdad»? Porque «Dios es espíritu y es preciso que quienes lo adoran adoren en espíritu y verdad».
Lo hemos oído y está bien claro: habíamos ido fuera, hemos sido metidos dentro. «¡Si pudiera encontrar –decías– algún monte alto y solitario! Como yo creo que Dios está en las alturas, me oiría mejor desde las alturas». ¿Crees que por estar en un monte estás más cerca de Dios? ¿Crees que te va a escuchar en seguida, como si le llamases desde cerca? Dios habita en las alturas, pero «se fija en el de abajo, cerca está el Señor» (Sal 138, 6). ¿De quiénes? ¿Quizá de los elevados? De quienes tienen el «corazón abatido» (Sal 34,19). Cosa admirable: habita en las alturas y se acerca a los abatidos, «se fija en los de abajo; en cambio, de lejos conoce al soberbio». Desde lejos ve a los soberbios, tanto menos se les acerca cuanto más altos se creen. ¿Buscabas un monte? ¿Quieres ascender? Asciende, pero no busques un monte. Si acaso buscas un lugar alto, un lugar santo, ofrécete a Dios en tu interior como templo, «pues santo es el templo de Dios, que son ustedes» (I Cor 3, 17). ¿Quieres orar en un templo? Ora en ti. Pero sé primero templo de Dios, porque él escuchará en su templo al que ora.
Oyó esto esa mujer y vio que ese con quien hablaba decía tales cosas que eran ya demasiado para un profeta, y vean qué respondió: «Le dice la mujer: –Sé que vendrá un Mesías, que se llama Cristo; cuando venga él, nos revelará todo–». ¿Qué significa esto? «Ahora –dice– los judíos discuten acerca del templo y nosotros discutimos acerca del monte. Cuando venga él, despreciará el monte y destruirá el templo. Ése nos enseñará todo, para que sepamos adorar en espíritu y en verdad». Sabía quién podía enseñarle, pero no reconocía aún a quien ya le enseñaba. «Jesús le dice: –Soy yo, el que habla contigo–». ¿Qué más diría ya, cuando Cristo el Señor ha querido manifestarse a la mujer a quien había dicho «Créeme»?
«Dejó, pues, la mujer su cántaro». Oído: «Soy yo, el que habla contigo”, y recibido en su corazón Cristo el Señor, ¿qué haría sino dejar ya el cántaro y correr a evangelizar? Arrojó sus pasiones y se lanzó a anunciar la verdad. Aprendan quienes quieren evangelizar, arrojen el cántaro junto al pozo. Ella arrojó, pues, el cántaro que, más que servirle, le era una carga; ávida, deseaba ciertamente saciarse del agua aquella. Para anunciar a Cristo, tirada la carga, «corrió a la ciudad y dice a aquellos hombres: —Vengan y vean un hombre que me dijo todo lo que hice—».
«Como los samaritanos hubiesen venido a él, le rogaron que se quedara con ellos, y se quedó allí dos días. Y muchos más creyeron por su palabra y decían a la mujer: —Ya no creemos por tus dichos, pues nosotros mismos hemos oído y sabemos que éste es verdaderamente el Salvador del mundo—». Sobre esto hay poco que advertir, porque la lectura se ha terminado. Primero, la mujer dio la noticia y ante el testimonio de la mujer creyeron: primero fue el anuncio, después la presencia. Así sucede hoy con quienes están fuera y aún no son cristianos: Cristo es anunciado mediante amigos cristianos; como gracias a la mujer, esto es, a la Iglesia anunciadora, vienen a Cristo, creen mediante ese anuncio. Se queda con ellos dos días, esto es, les da los dos preceptos de la caridad y creen en él muchos más y con más fuerza que verdaderamente él mismo es el Salvador del mundo.
• Tratado XV sobre el Evangelio de San Juan
• Lavinia Fontana (1552-1614) Cristo y la mujer samaritana, 1610 • Pintura anónima del siglo XIX
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