Así se titula el documento final del Congreso internacional organizado por el Comité Pontificio de Ciencias Históricas con motivo del V Centenario de la Reforma luterana (1517-2017). Y así fue también la historia de esos 500 años de mutuas acusaciones y condenas entre protestantes y católicos. «No hace mucho tiempo —decía el Papa Francisco a los miembros del congreso celebrado en Roma del 29 al 31 de marzo pasado— hubiera sido impensable que protestantes y católicos se reunieran por iniciativa de un organismo de la Santa Sede para hablar de Lutero y su reforma. Se trata sin duda del fruto de la acción del Espíritu Santo que supera todas las barreras y transforma los conflictos en ocasiones de crecimiento en la comunión».
«Profundizar seriamente —añadía el Papa— sobre la figura de Lutero y su crítica contra la Iglesia de su tiempo y el Papado contribuye a superar el clima de desconfianza y rivalidad mutua que durante demasiado tiempo caracterizó en el pasado las relaciones entre católicos y protestantes». El Papa hablaba también de discernir y asumir aquello que de positivo y legítimo había en la Reforma, y de distanciarse de los errores, exageraciones y fracasos, reconociendo los pecados que llevaron a la división. «No se puede cambiar el pasado —terminaba el Papa—, pero se puede contar esa historia de manera diferente».
Contar esa historia de manera diferente: esa fue la tarea que desde hace más de 50 años emprendieron la Iglesia católica y las iglesias protestantes. Hay que reconocer que se dieron pasos importantes ya, pero queda todavía un largo camino por recorrer. El Papa Francisco, como el Buen Pastor, va delante de su rebaño en ese caminar. Su presencia en una catedral protestante en Suecia con motivo de la apertura del Año de Lutero fue un ejemplo para todos los católicos. También lo fueron entonces sus palabras acerca de Lutero, «un reformador en tiempos difíciles que puso en manos de los hombres la Palabra de Dios». Y, sobre todo, fue un acto de humildad el reconocer que «la Iglesia de aquel tiempo no era un ejemplo a imitar: había corrupción, mundanismo, apego a la riqueza y al poder». Cabe ahora esperar gestos y palabras semejantes de nuestros hermanos separados…
Decía san Pablo a los cristianos de Corinto que tenía que haber divisiones para que se pusiera de manifiesto quiénes eran los auténticos cristianos entre ellos (cf. I Cor 11, 19). Conviene que haya herejías… De hecho, los grandes dogmas cristológicos surgieron en la Iglesia con motivo de las herejías de los primeros siglos. Las herejías aumentan hasta la exageración verdades que la Iglesia olvida. Por eso, es preciso rescatar esas verdades casi olvidadas del tiempo de la Reforma.
Hacía mucho tiempo que en la Iglesia se clamaba por una reforma. Ya en el siglo XIII santo Domingo de Guzmán echaba en cara a los legados pontificios el modo de enfrentar el problema de las herejías de su tiempo. «No así, hermanos, no así…». No era con la riqueza y el poder como se podía convertir a los herejes, cuando sus pastores daban ejemplo de pobreza evangélica en su vida y en su predicación. En eso, por lo menos, había que seguir su ejemplo.
Se dice que la Reforma luterana empezó el día en que Lutero clavó en la puerta de la iglesia del castillo de Wittenberg sus 95 tesis. Era el día 31 de octubre de 1517. Antes habían sido las dudas de Lutero contra la fe, los escrúpulos, el miedo a la condenación; habían sido también el estudio profundo de las cartas de san Pablo, el modo de predicar las indulgencias para la construcción de la basílica de san Pedro en Roma, el culto exagerado a las reliquias de los santos. ¡Había que aclarar tantas cosas…! Las 95 tesis eran temas que Lutero proponía para su discusión en la universidad donde él era profesor.
Más tarde aparecieron los errores, sobre todo acerca de la fe y la justificación. Solo la fe, sola la gracia, solo la Escritura, solo el bautismo, solo Cristo… Casi siempre las herejías empezaron así, simplificando los problemas difíciles de entender. Desaparecía la Tradición como fuente de revelación, las obras en las que se manifiesta la fe, el sacerdocio jerárquico, la autoridad del Papa, el culto a los Santos. Ahora sí se veía urgente una reforma desde dentro de la Iglesia, una contrarreforma que enfrentara de una vez los problemas que amenazaban la unidad católica. Por fin, después de mil dificultades se convocó el concilio de Trento.
Durante largos años (1545-1563), los mejores teólogos de aquel tiempo, sobre todo dominicos y jesuitas, buscaron formas de expresar los dogmas de la fe, señalando las fronteras entre la verdad y el error; impulsaron la formación del clero creando los seminarios; restablecieron la disciplina interna en la Iglesia, y condenaron los errores protestantes que ya habían roto la unidad sembrando de guerras religiosas la Europa del siglo XVI.
Los cristianos vivieron del impulso del concilio de Trento durante cuatro siglos. Fueron los siglos de la Ilustración, del «atrévete a pensar», de las grandes revoluciones, de la secularización creciente, del ateísmo… La Iglesia se fue cerrando en sus fronteras frente a un mundo cada vez más descristianizado. Ahora hacía falta «abrir ventanas», establecer un diálogo con un mundo que se alejaba, trabajar por la unidad de las iglesias, dialogar con las otras religiones. Otra vez hacía falta un concilio que se enfrentara con los nuevos problemas. Para eso, el Papa Juan XXIII convocó el concilio Vaticano II; un concilio pastoral, de apertura y diálogo, de comunión y convivencia. Ese es el nuevo espíritu del que debemos vivir los cristianos en estos tiempos nuevos: olvidar los conflictos y buscar la unidad.
Mayo 2017
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