El obrero de la fábrica de autos
Los nuevos modelos salen de mis manos.
Zumban ya en las calles lejanas.
Yo no controlo su acelerador en la autopista
lisa: es cosa de la policía.
Han robado mi voz; ahora hablan los motores.
Mi alma está abierta. Quiero saber
contra quién combato, para qué vivo.
Pensamientos más fuertes que palabras.
No tienen respuesta.
Esto no lo preguntes en voz alta.
Sólo tienes que llegar al trabajo
como siempre a las seis de la mañana.
¿Qué te hace pensar que en la balanza
del mundo es el hombre quien vence?
El obrero de la fábrica de armas
Yo no influyo en el destino del mundo,
ni soy yo quien declara la guerra,
no sé si estoy contigo o contra ti,
no peco.
Y es justamente ese mi tormento:
que no influyo ni peco.
Sólo fabrico minúsculos tornillos
y preparo fragmentos de hecatombe
sin comprender el todo,
ignorante del destino del hombre…
Podría participar en otro empeño.
¿Sin pequeños fragmentos de hecatombe?
Otro destino en el cual yo mismo,
como todo hombre
sería causa única y sagrada que nadie
destruiría con hechos o palabras.
No es un buen mundo el que yo creo,
pero no soy yo quien lo vuelve perverso.
¿Eso basta?
● ● ●
«El trabajo es un bien del hombre —es un bien de su humanidad—, porque mediante el trabajo el hombre no sólo transforma la naturaleza adaptándola a las propias necesidades, sino que se realiza a sí mismo como hombre, es más, en un cierto sentido «se hace más hombre». Si se prescinde de esta consideración no se puede comprender el significado de la virtud de la laboriosidad y más en concreto no se puede comprender por qué la laboriosidad debería ser una virtud: en efecto, la virtud, como actitud moral, es aquello por lo que el hombre llega a ser bueno como hombre. Este hecho no cambia para nada nuestra justa preocupación, a fin de que en el trabajo, mediante el cual la materia es ennoblecida, el hombre mismo no sufra mengua en su propia dignidad» – escribe Juan Pablo II en la encíclica Laborem Excercens (n. 9).
La última sentencia viene de Pío XI que había escrito en otra encíclica: «El trabajo corporal, que la divina Providencia había establecido que se ejerciera, incluso después del pecado original, para bien juntamente del cuerpo y del alma humanos, es convertido por doquiera en instrumento de perversión; es decir, que de las fábricas sale ennoblecida la materia inerte, pero los hombres se corrompen y hacen más viles» (Quadragesimo Anno, n.135).
Karol Wojtyła vivió su juventud en los años 40 bajo la ocupación nazi. Trabajó en las canteras de Zakrzówek y siguió estudios universitarios en la clandestinidad. Después de la muerte de su padre comienza su preparación para el sacerdocio también en la clandestinidad. Al finalizar la guerra Polonia quedó sometida a la Rusia Soviética que impuso un régimen de dominio absoluto del estado en el campo económico, político e ideológico.
Esta experiencia juvenil de trabajo arduo y de soportar después la explotación de los trabajadores bajo un régimen que proclamaba defender sus derechos y su emancipación del capital, se refleja en la encíclica citada y en los dos poemas que publicamos. En ellos se expresa la alienación de los trabajadores cuando su condición de personas dueñas de sí queda sometida al proceso de producción como un factor impersonal. En la encíclica sobre el trabajo humano, ya no el joven poeta, sino el pastor experimentado formula una estupenda reflexión sobre la primacía de la persona humana por sobre los demás factores de la producción.
* Karol Wojtyła, Poesías. Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos, 1982
* Ilustraciones: Fernand Léger (1881-1955): Hélices - Máquinas
Mayo 2014
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