PALABRA DEL MES

Abrir ventanas en la Iglesia
por Jesús García Álvarez OP

El día 25 de enero  de 1959 el Papa Juan XXIII anunciaba a los cardenales reunidos en la basílica de san Pablo de Roma la convocatoria de un concilio ecuménico. Los cardenales y el mundo entero recibieron el anuncio con sorpresa. Hacía menos de tres meses que Juan XXIII había sido elegido Papa. Muchos hablaban de un pontificado de transición, dada la edad del cardenal Roncalli. El mismo Papa sabía que su pontificado no iba a ser muy largo. Por eso tenía prisa: había que convocar un concilio. Ese fue el anuncio del día 25 de enero a los cardenales y al mundo. El Papa anunciaba el concilio temblando, como él mismo reconoce, pero con una firme determinación: la Iglesia necesitaba un concilio.

¿Se trataba de continuar las tareas del concilio Vaticano I, interrumpido antes de su terminación? ¿Había que lanzar anatemas y condenas sobre los nuevos errores que invadían el mundo? ¿Había que enfrentarse a una renovación de la Iglesia como se venía pidiendo desde hacía tanto tiempo? ¿Para qué un concilio ecuménico? Las preguntas surgían en todas partes. ¿En qué había consistido la inspiración del Papa ese día 25 de enero?

El Papa respondería con claridad a esas preguntas. “Quiero, repetirá una y otra vez, abrir las ventanas de la Iglesia para que podamos ver hacia afuera y para que desde afuera pueda verse el interior”. Ahora los Obispos, los teólogos, los invitados, ya sabían cuál era la tarea. Muy pronto empezaron las comisiones preconciliares, las encuestas, las consultas para señalar los objetivos del nuevo concilio. Para el Papa todo estaba muy claro: había que abrir las ventanas de la Iglesia.

Hacía mucho tiempo que el mundo de las realidades profanas se había separado de la Iglesia, dejando a la religión el ámbito de la conciencia y de la interioridad de las personas. Los filósofos invitaban a los hombres a pensar por sí mismos, sin imposiciones externas de revelaciones o tradiciones religiosas. La ciencia empezaba a conocer y a dominar las leyes de la naturaleza, sin necesidad de recurrir a causas trascendentes. Las revoluciones descubrieron que el poder y la autoridad no vienen del cielo ni de la Iglesia sino del mismo pueblo que debe organizar su vida atendiendo al derecho y la justicia. No se podía gobernar con las bienaventuranzas, decían los políticos. Se empezaron a conocer las leyes de la vida y la clave para intervenir en sus procesos: el hombre se hacía dueño de las mismas leyes de la evolución.

Eran muy claros los peligros que ese mundo nuevo llevaba consigo. Se negaba todo lo que no se podía someter a los métodos de la experimentación. Dios y el alma no eran objetos científicos, por lo tanto no existían. La vida era resultado de la evolución, por lo tanto había que rechazar las teorías creacionistas… La Iglesia condenó los errores, no los avances científicos. Sin embargo, no era fácil distinguir entre errores y teorías científicas. Se concluyó que la Iglesia era enemiga del progreso y de la ciencia.

Primero fue la separación entre Iglesia y ese mundo nuevo; pero muy pronto la separación se convirtió en hostilidad y condena. Se habían cerrado todas las ventanas. Fuera de la Iglesia se habían quedado los científicos, los pensadores, los obreros. La ciencia, la política, la economía o la vida social nada tenía que ver con el mundo de la religión o de la Iglesia. Fuera quedaba también el conjunto de las otras religiones.

El Papa Juan XXIII vio la necesidad de abrir ventanas y de establecer un diálogo en ese mundo dividido. La Iglesia tenía que conocer lo que había más allá de sus muros; tenía también que darse a conocer. Esa sería la tarea del concilio que el Papa convocaba.

Hoy podemos ver los documentos de ese concilio (Vaticano II), los cambios que se produjeron en la Iglesia, las ventanas que se abrieron, los diálogos que se instauraron. Pero podemos ver también los miedos a dejar atrás una Iglesia encerrada en dogmatismos, imposiciones y censuras, y a abrirse a una Iglesia de diálogo y de escucha: una Iglesia de ventanas abiertas.

Inscribir en el catálogo de los santos al Papa Juan XXIII significa aceptar la inspiración de aquel 25 de enero de 1959. Debería significar también asumir su programa de diálogo entre la Iglesia y el mundo. Esa parece ser la intención del Papa Francisco cuando en su exhortación apostólica La alegría del Evangelio habla de una Iglesia de puertas abiertas. Puertas abiertas para entrar, pero también para salir hacia el mundo llevando hasta él el mensaje de salvación.

 

 

Mayo 2014