La Iglesia tiene como misión llevar la Buena Nueva a todos los pueblos, y estos pueblos tienen su propio estilo de vida. El Evangelio va adquiriendo así distintos rostros. Son los rostros de los pueblos que lo acogen y que juntos constituyen la comunidad de la Iglesia universal. Hay un solo Evangelio, pero hay múltiples formas de comunicarlo y, sobre todo, de vivirlo.
Se plantea así el problema de la inculturación. El mensaje de salvación no está contenido en fórmulas abstractas y universales. Es un mensaje que se ha hecho vida en una sociedad determinada y en un modo cultural concreto. Además las personas a las que se dirige ese mensaje tampoco son definiciones filosóficas, sino sujetos singulares con una visión del mundo propia, a veces distinta de la visión del evangelizador.
El Papa Francisco se hace eco de este problema en la Exhortación Apostólica Evangelii gaudium, dedicándole varios apartados (nn. 115-134) y continuando así la tradición iniciada por Pablo VI y Juan Pablo II. El Evangelio –recuerda el Papa– trasciende todo modo cultural concreto; no se identifica con ninguna cultura determinada. Dios “habló de distintas maneras” y quiere que también la Iglesia hable así, con un lenguaje que puedan entender las personas a las que se dirige.
La diversidad cultural no amenaza la unidad de la Iglesia, dice el Papa. “Si bien es verdad que algunas culturas han estado estrechamente ligadas a la predicación del Evangelio y al desarrollo de un pensamiento cristiano, el mensaje revelado no se identifica con ninguna de ellas y tiene un contenido transcultural”. El Papa reconoce que “a veces en la Iglesia caemos en la vanidosa sacralización de la cultura propia, con lo cual podemos mostrar más fanatismo que auténtico fervor evangelizador” (n. 117).
El evangelizador no está llamado a transmitir su propia cultura sino la Buena Nueva que transforma al hombre y lo lleva a su plenitud. Si la cultura es el modo propio que tienen los miembros de una sociedad de relacionarse entre sí, con el mundo y con Dios, es ahí, en la totalidad de la vida de un pueblo, donde tiene que hacerse presente el Evangelio. Fuera de ese contexto propio, el Evangelio será algo extraño imposible de asimilar. La historia es testigo de muchos casos de evangelización sin verdadera conversión de las personas. La vida cristiana se convierte así en un manto que oculta el paganismo que ha quedado en la cultura a la que no llegó la luz del Evangelio.
La unidad del mensaje salvador no lleva consigo la uniformidad en la vida de la Iglesia. La Iglesia es católica, universal; abarca a la humanidad entera, con sus múltiples formas culturales. Sin embargo, junto a los valores de una cultura vividos en una conciencia colectiva y expresados en las costumbres, las leyes y las instituciones de una convivencia social, pueden aparecer antivalores que impiden el crecimiento del hombre. Entonces el Evangelio debe realizar una misión de purificación. Ni todo es bueno en una cultura ni todo es malo. La Iglesia tendrá que discernir en cada caso, teniendo en cuenta que no hay errores absolutos. Debe aprender a recoger lo valioso, rechazando lo malo, pero el criterio no deberá ser otra cultura por elevada que se crea; el criterio debe ser el Evangelio.
Jesús no presentó en su predicación ningún sistema político o económico, ni impuso una determinada visión del mundo. Todo es válido, con tal de que se respete el valor de la persona y los derechos de Dios. Queda como tarea para el hombre organizar la sociedad o la economía y lograr una visión del mundo a través de las ciencias y de la filosofía. Deberá, además, hacer presente a Dios en un mundo secularizado en el que todo se quiere explicar por leyes morales, sociales o físicas. Esa es sobre todo la misión de los teólogos y de los laicos cristianos. El Papa señala como lugar privilegiado para este diálogo de la fe y las culturas las universidades y las escuelas católicas (n. 134). Pero también lo es el campo de la política, de la economía o de la vida de cada día.
Leer o descargar aquí la Exhortación El gozo del Evangelio
Enero 2014
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