Santa Catalina de Siena (1347-1380) fue una mujer excepcional en su época y lo es hasta nuestros días. Tuvo una vida de unión mística con la Trinidad sumamente intensa y, a la vez, una vida activa en la Iglesia y la sociedad que envidiarían las activistas del feminismo actual. Ella era analfabeta, pese a lo cual publicó el Diálogo de la Divina Providencia y cerca de 400 cartas a toda clase de personajes. Su lenguaje es áspero y repetitivo. Publicamos una meditación suya sobre Cristo resucitado del Segundo Domingo de Pascua, 14 de abril de 1379.
¡Oh Resurrección nuestra, oh Resurrección nuestra, oh alta y eterna Trinidad! Libra a mi alma de su cuerpo. ¡Oh Redentor, oh Resurrección nuestra; oh Trinidad eterna, oh Fuego que ardes de continuo sin extinguirte, que no fallas ni puedes disminuir, aunque todos tomen de ese fuego! ¡Oh Luz, que das la luz que nos permite ver! Veo en ella, y sin ella no puedo ver, porque eres el que eres, y yo soy la que no soy.
En tu luz reconozco mi necesidad, la de la Iglesia y la de todo el mundo. Porque conozco esa luz, te suplico que libres a mi alma del cuerpo en favor de la salvación del mundo. No es que pueda yo producir fruto alguno por mí sola, sino en virtud de tu caridad, que consigue todos los bienes. De este modo, por el abismo de tu caridad, alcanza el alma su propia salvación y el provecho en su prójimo. Como tú, Deidad, alta y eterna Trinidad, has actuado en nuestra humanidad, o sea, por ella como instrumento, con obras infinitas, así has obrado entre nosotros para nuestro provecho, no en virtud de la humanidad, sino de tu divinidad. Por ella, Trinidad eterna, parecen estar creadas todas las cosas que tienen ser y de ti sale toda la fuerza espiritual y temporal existente en el hombre. Es cierto que quieres que el hombre se esfuerce en ellas trabajando libremente. [...]
Si considero la luz en ti, Trinidad eterna, veo que el hombre había perdido esta flor, esto es, la gracia, a causa del pecado cometido. Por ello no era capaz de darte la gloria del modo establecido por la Verdad. Tu jardín estaba cerrado, por lo cual ya no podía recibir tus frutos. Por eso hiciste portero al Verbo, o sea, a tu Unigénito. Le diste la llave de la divinidad, y la humanidad fue la mano. Ambas las uniste para que abrieran la puerta de tu gracia, pues la divinidad no podía hacerlo sin la humanidad —ésta la había cerrado por el pecado del primer hombre—; tampoco la humanidad sola podía abrir sin la divinidad, porque sus obras habían sido finitas, y la ofensa había sido cometida contra el bien infinito. Como inmediata consecuencia, la pena debía seguir a la culpa; por tanto, ningún otro medio era suficiente.
¡Oh dulce Portero, oh humilde Cordero! Tú eres el hortelano que, habiendo abierto las puertas del jardín celestial, es decir, del paraíso, nos das flores y frutos de eterna Deidad. Desde ahora conozco que dijiste la verdad cuando en forma de peregrino te apareciste en el camino a dos discípulos tuyos y dijiste que era preciso que Cristo padeciese de aquel modo y que por el camino de la cruz entrase en su gloria, demostrándoles que así había sido predicho por Moisés, Elías, Isaías, David y los demás que habían profetizado acerca de ti. Les explicaste las Escrituras, pero ellos no las comprendían por tener ofuscado su entendimiento; pero tú te comprendías a ti mismo. ¿Cuál era tu gloria, oh dulce y amoroso Verbo? Eras tú mismo, y para que entrases en ella tenías que padecer. Amén.
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